Tres son los ordenamientos en ciernes en los que se concentra el debate educativo: la nueva Ley del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación; las reformas y adiciones a la Ley General de Educación; y , la Ley General del Servicio Profesional Docente. Las dos primeras fueron ya aprobadas por las dos Cámaras del Congreso de la Unión (Las opiniones aquí vertidas se basan en la versión que la Cámara de Diputados aprobó y envió al Senado el día 22 de agosto de 2013: http://gaceta.diputados.gob.mx). Sin embargo, ninguna de las tres leyes será totalmente vigente sino hasta que se promulguen y publiquen las tres dado que todas ellas tienen referencias cruzadas. Por ejemplo, los dos primeros ordenamientos tienen múltiples menciones a la tercera; si se publican generarían una aberración jurídica pues se referirían a una ley que no existe.
Hemos observado una gran cantidad de expresiones retóricas, mediáticas y callejeras que reflejan, para la opinión pública, un debate político al que yo he llamado de alta política educativa. Los grupos de interés, de jure y de facto, se están expresando en su propio lenguaje. Unos lo hacen de una manera porque están sentados en el poder; otros de manera distinta pues tienen acceso a los medios y, aún otros, de modo diferente, pues su palanca de presión es el acceso a las calles. Los tres grupos tienen ideologías, recursos e intereses que en realidad son reflejo de los líderes de cada grupo. La opinión pública, que en número de “afiliados” es la más grande de todos es, en realidad, la menos poderosa: entre más grande más pequeño; o crecer empequeñece. Los grupos muy grandes, como somos todos los consumidores o todos los votantes, o toda la opinión pública, somos muchos pero muy débiles, porque el costo de organización para la acción colectiva es muy elevado.
Fuera del lenguaje político, a veces obscuro, a veces cínico, pero rara vez técnicamente sincero, y al que me referiré en diferente ocasión, existe otro lenguaje, el de la baja política educativa, donde se discuten los temas educativos, pedagógicos y escolares. En ese lenguaje centraré mis observaciones siguientes.
Como muchas leyes, los documentos en proceso legislativo, tienen cosas buenas, malas e inadecuadas.
Dentro de las buenas están las buenas intenciones, como mejorar la calidad de los aprendizajes o de los servicios educativos. La palabra mejorar es mucho más suave que la que se utiliza reiteradamente tanto en el Reforma Constitucional como en los nuevos documentos legislativos secundarios: garantizar. La palabra garantía tiene una connotación mucho más contundente que mejora, y esa es, asegurar. Una garantía ofrece a quien debe recibir el bien o servicio en cuestión la oportunidad de reclamar o recibir a satisfacción el servicio no otorgado. Pero, ¿podemos garantizar la calidad en la educación? Si un automóvil de fábrica tiene un defecto el distribuidor repara el automóvil o sustituye la parte defectuosa en un tiempo razonable o convenido. ¿Qué sucede en la educación? ¿Cómo se resarce el daño cuando los niños reciben mala educación o los maestros mala formación? ¿Repetir el año escolar; repetir la carrera? ¿Cambiando al niño de una escuela a otra? ¿Existen suficientes escuelas, buenas, para que los niños o sus papás opten por una escuela diferente? ¿Y qué sucede si la otra escuela es igual o peor que la original? En fin, la complejidad del tema como para hablar de garantía es infinita, y crece por la complejidad de los niños; una escuela puede ser buena para un tipo de niño pero mala para otro.
Esta discusión que parece trivial es extremadamente importante porque hurga en la raíz del problema educativo. No es posible imponer un solo método o un solo tipo de escuela para millones de niños. Si eso no es posible, ¿cómo entonces podemos definir calidad educativa y cómo podemos medir, o evaluar, esa calidad educativa desde un modelo central? En este sentido, la buena intención de elevar la calidad educativa se obnubila por la intención de controlar centralmente su definición pero sobre todo su evaluación.
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