Mguel Casillas
Las universidades y otros espacios sociales encargados de la reproducción ideológica de la sociedad han estado bajo asedio del movimiento feminista desde la segunda mitad del siglo XX, pero específicamente el movimiento de reforma de género de la Universidad ha cobrado fuerza hace pocos años. De ahí derivan las políticas de paridad que progresivamente se han ido institucionalizando, también las comisiones de género y por supuesto la investigación científica y la divulgación académica de sus resultados.
En los últimos años las universidades han cambiado mucho, tanto en su composición como en la dinámica de sus relaciones sociales.
Una breve revisión de la participación de las mujeres en la educación puede hacer observable el tamaño del cambio. Apenas hasta los años sesenta del siglo pasado se estableció la paridad en la matrícula de la primaria, lo mismo sucedió con la educación secundaria a partir de los años setenta. El bachillerato fue históricamente muy pequeño y muy masculino, en 1970 su matrícula incluía sólo 40 mil mujeres; apartir de los años 80 se desplegó el crecimiento de su matrícula hasta alcanzar más de 5 millones de jóvenes en la actualidad, de los cuales más de tres millones son mujeres.
La participación de las mujeres en la educación superior todavía hasta 1970 no superaba las 30 mil estudiantes. Era mínima, representaba poco más del 20% del total de la matrícula. Entre 1970 y 1990 creció de modo importante toda la población estudiantil, pero a partir de los años 1990 el número de mujeres creció por encima del de los hombres. En la educación superior de México, hay en la actualidad alrededor de 4 millones de estudiantes, distribuidos casi paritariamente entre mujeres y hombres.
El cambio en la composición social de las universidades no sólo atañe a la ampliación de la participación femenina entre el estudiantado, lo mismo ha sucedido con las plantas de trabajadores académicos y administrativos que se han feminizado.
Paulatinamente y resquebrajando estructuras muy antiguas y cerradas, se ha desplegado una perspectiva de género para interiorizar el sentido de la integración paritaria de órganos de gobierno, comisiones, cuerpos académicos, cuerpos docentes y jurados. Los sistemas de poder y de reconocimiento académico siguen bajo el control masculino.
El movimiento feminista contemporáneo ha sabido visibilizar a la violencia de género como una expresión grotesca de la dominación masculina; a esto se suma el hartazgo de cada vez más chavas violentadas, acosadas y despreciadas por ser mujeres. Se trata de una reivindicación global, pero que en nuestro país asolado por el feminicidio cobra un sentido de urgencia. A nivel universitario, se ha avanzado en el establecimiento de protocolos de atención a víctimas y en la creación de instancias para acompañarlas, pero no hay medidas radicales contra los acosadores, tampoco reparación ni compromisos institucionales efectivos para garantizar que no se repitan más; el hostigamiento, el acoso y la discriminación siguen incólumes sostenidos por una serie de pactos patriarcales estructurados en un sistema de complicidades donde juegan un papel crucial las autoridades, los órganos colegiados, los sindicatos, las redes de relaciones interpersonales y el silencio cómplice de muchos hombres y mujeres.
Tiene razón Ana Buquet cuando dice que “Las demandas de los movimientos feministas, cuando logran ser reconocidas por las estructuras burocráticas, en ocasiones son institucionalizadas a través de procesos de asimilación mediatizada en los que muchas veces pierden parcialmente su filo crítico y su capacidad transformadora. Este fenómeno también puede ocurrir en la institucionalización de la perspectiva de género en la educación superior… La mediatización ocurre, al menos, a través de tres mecanismos: la apropiación de sus conquistas, la tergiversación de sus alcances y el desconocimiento de sus aportes” (Educación Futura 10 junio, 2021).
En fecto, el movimiento de reforma de género de la universidad enfrenta concepciones y estructuras institucionales muy antiguas y una impronta sociogenética de corte masculino. Evidentemente se trata de un cambio progresivo y de la conquista de espacios institucionales hacia una concepción equitativa e igualitaria.
El movimiento feminista no se agota ni puede reducirse al cambio universitario. Su agenda de transformaciones va mucho más lejos contra la dominación masculina. Sin embargo, su radicalidad es necesaria para seguir avanzando en la reforma de género de la universidad y sus funciones, para lograr la transformación del currículum, de los contenidos y formas de la enseñanza (buscando la valoración de la producción femenina, prácticas y formas de trabajo no sexistas, relaciones interpersonales de respeto y colaboración); pero también del sentido de la investigación y de la incorporación de las mujeres a las ciencias, las tecnologías, las ingenierías y las matemáticas; de una difusión cultural que confronte los estereotipos y los prejuicios.
La radicalidad del movimiento feminista es necesaria para cambiar el sentido profundo de la socialización universitaria y desmontar en hombres y mujeres la lógica de la dominación, así como las disposiciones objetivas y simbólicas que justifican la violencia de género. Necesitamos cambiar las estructuras organizacionales, leyes y reglamentos, pero sobre todo necesitamos cambiar las conciencias, el sentido común y las formas del pensamiento que sostienen el orden patriarcal.