Las comparaciones son odiosas pero necesarias. Durante los meses que viví en Argentina presencié manifestaciones de protesta más o menos multitudinarias, entre ellas, las más representativas para los propósitos de este artículo, de estudiantes de colegios secundarios en Buenos Aires, de padres y madres de familia contra las autoridades porteñas por la asignación de espacios en escuelas de educación primaria y de los profesores por aumentos salariales.
Algo aprendí: de sus expresiones, de la civilidad (o no), de la rebeldía y la dignidad que se precisa para encabezarlas y sumarse, del tratamiento de los medios y las respuestas del estado. No son impolutas, son humanas y contextuales, pues, pero se deben analizar en colores y no con el cristal facilón de ahora.
Lo que sucede hoy en el país, en especial las protestas inéditas de los profesores en el otrora paradisiaco Colima, me trajeron a la memoria, inevitablemente, aquellas historias.
Probablemente los expertos en movimientos sociales podrán decir que en su singularidad hay patrones comunes, identidades reconocibles; no es mi caso y no estoy autorizado en esa materia, pero sí puedo afirmar que allá, como acá, el comportamiento gubernamental es muy semejante: indiferencia, descalificación e incomprensión.
La más común de las actitudes gubernamentales es esa: negar autonomía y construir la hipótesis de la fabricación desestabilizadora, de que una mano invisible y perversa mueve los hilos de una bola de marionetas despersonalizados, léase profesores, estudiantes o padres de familia, como si protestar fuera un acto deleznable y criminal per se.
No meto las manos al fuego por nadie. No justifico los actos violentos e irracionales de profesores o estudiantes, menos de policías. No admito, no comparto, no aplaudo que una manifestación reivindicatoria de los derechos magisteriales se acompañe de machetes o palos como vimos en semanas recientes.
No. No aludo a ese tipo de disidencia. Estoy hablando del derecho a la manifestación pacífica, de la disidencia inteligente de quienes se sienten afectados y reclaman ser escuchados: una condición mínima de cualquier democracia. Un derecho que no se les ha concedido, porque los candidatos en campaña o los diputados en sus informes pirotécnicos escuchan lo que quieren y olvidan al instante. Porque las autoridades suelen practicar una consigna autoritaria: estás conmigo incondicionalmente o estás en mi contra y atente a las consecuencias.
En Argentina, frente a cada uno de los movimientos arriba comentados, los medios dan cobertura, unos más, otros menos, pero los protagonistas de ambas partes aparecen en los programas de televisión, están en radio y prensa escrita, son entrevistados, se escuchan sus opiniones, ofrecen sus verdades y la ciudadanía toma nota o partido. No se traga relatos únicos, oficiales.
Tómese cualquier periódico de Colima estos días. ¿Dónde están las voces de los profesores, de las maestras de aula? ¿Dónde está el periodismo de investigación? ¿Dónde están los reportajes que presentan datos, que confrontan posturas, que analizan u opinan con fundamento? Pregunto desde la ignorancia: ¿cuántas mesas de debate en salones universitarios, programas de radio o televisión ha habido en Colima para analizar el inédito movimiento magisterial?
¿Dónde están las voces de esos cientos de maestros colimenses, otrora orgullo de la educación en la entidad? ¿De verdad son una bola de revoltosos, irresponsables y manipulables?
No tengo respuestas, pero sí me gustaría conocer las voces de todos ellos, no únicamente las declaraciones gubernamentales o de los dirigentes sindicales. Entonces, solo entonces, podría intentar la respuesta que hoy no puedo sustentar con la versión de quienes tienen por hábito la mentira y la demagogia.
Posdata. “Me pregunto si los educadores no pierden puntos en sus luchas reivindicativas cuando no explicitan adecuadamente su opción clara en favor de la pedagogía” (Hugo Assmann).