El proceso de transformación del sistema educativo mexicano iniciado en el año 2013 presenta particularidades muy importantes. Ese proceso comparte, sin embargo, muchos de los desafíos que enfrentan transformaciones encaminadas a elevar la calidad educativa y no sólo a ampliar el acceso a los servicios educativos.
En términos políticos, la diferencia más importante entre ambas es que las segundas generan ganadores de forma más o menos inmediata y automática, lo cual tiende a hacerlas infinitamente más fáciles de instrumentar que las primeras. La ampliación del acceso a los servicios educativos beneficia, evidentemente, a aquella parte de la población que antes no contaba con estos, pero también beneficia centralmente al magisterio y sus organizaciones. A los beneficiarios anteriores, habría que añadir, a la burocracia educativa misma (más cobertura = a más cargos burocráticos), así como a la multitud de contratistas y gestores involucrados en la provisión de los bienes y servicios asociados a la ampliación de la cobertura escolar (entre muchos otros: edificios, pizarrones, materiales educativos).
Las reformas orientadas a elevar la calidad educativa son harina de un costal totalmente distinto. En contraste con las de acceso, tienden a producir, en el corto plazo, muchos perdedores (con frecuencia, muy poderosos) y muy pocos ganadores. Su éxito, encima, depende de la capacidad de sus impulsores para sostener el impulso transformador durante un periodo considerable de tiempo, de aterrizar los cambios pasando por una multitud de “aduanas” políticas y burocráticas, así como y en última instancia, de modificar las conductas de grandes números de personas (alumnos, maestros, líderes sindicales, funcionarios gubernamentales, padres de familia).
La transformación institucional en el ámbito educativo iniciada en 2013 en México corresponde al de las reformas orientadas a elevar la calidad educativa y no al de aquellas cuyo objetivo central es el de ampliar la cobertura escolar o el acceso a otros bienes con fines educativos (tecnología, por ejemplo). En términos históricos, esta es la principal diferencia de la reforma iniciada en 2013 vis a vis prácticamente todas las iniciativas de transformación en el plano educativo desde la creación del sistema educativo mexicano.
La reforma del 2013 empezó por donde había que empezar, es decir, por desmontar el entramado institucional que había sustentado la connivencia entre autoridades y cúpulas sindicales en perjuicio de los aprendizajes de los alumnos. Haber empezado por cambiar planes y programas de estudio o por modificar el modelo de formación inicial y continua de los maestros hubiera sido mucho más fácil, pero también absolutamente inocuo (como tantas de las reformas de la currícula de las últimas décadas).
La transformación de fondo impulsada por esta reforma ha sido la transición de un régimen clientelar basado en la lealtad personal a un sistema basado en criterios objetivos, transparentes e iguales para todos en lo que hace al acceso, promoción y permanencia en los cargos docentes. El cambio ha sido desafiante, pues ha tocado la estructura de poder profunda del sistema educativo mexicano y del muy considerable porcentaje del gasto público total dedicado a este. Ha sido muy costoso, además, pues los perdedores más inmediatos de ese cambio son actores con enorme peso político y electoral: los líderes de los gremios magisteriales, así como el conjunto de funcionarios y políticos que dependen de o aspiran a obtener su apoyo para ganar elecciones.
Puede y debe discutirse si los instrumentos y procesos concretos para evaluar el ingreso, la promoción y la permanencia en los cargos docentes impulsados por la reforma en curso son los mejores posibles.
Si queremos un país que sea patrimonio de todos y no sólo de unos cuantos, resultaría vital, sin embargo, no tirar por la borda el cambio de paradigma que supone transitar de las lealtades y subordinaciones personalísimas a un orden de cosas en las que prevalezcan reglas parejas para todos para acceder y conservar un cargo docente.
Hoy que la reforma del 2013 enfrenta uno de sus momentos más desafiantes, hay que preguntarse qué no negociar y que sí para hacerla sustentable. No puede negociarse el cambio de fondo mencionado. Lo que tendría que estar abierto a negociación son los tiempos, los instrumentos y las formas concretas en las que transitamos de la servidumbre personal y el desierto de oportunidades para la mayor parte de los niños y jóvenes mexicanos a la posibilidad de operar en un entorno de reglas que, tomando en cuenta las diferencias contextuales, sea parejo para los maestros y permita que los alumnos de México sean capaces de formular proyectos de vida y hacerlos realidad.
Twitter:@BlancaHerediaR