El tema de Trump nos ocupa y preocupa mucho. Con razón. En medio del ambiente de incertidumbre que vivimos, hay preguntas que perduran ante el hecho consumado de ser, ya, presidente de Estados Unidos: ¿por qué tantos millones de estadounidenses votaron por él? ¿Cómo entender que cerca de la mitad de los votantes considerara su discurso adecuado y sus propuestas atinadas? No se pueden eludir.
Al enfrentarlas, llevan razón las conjeturas de expertos que consideran que, en cierta medida y no menor, se debe a que ofreció explicaciones, es un decir, sencillas a problemas complejos, construyendo un discurso en el que había culpables de los problemas que enfrentaban: eran “los otros” y, por tanto, se requerían acciones inmediatas para resolverlos. Entre ellos, sobresalen los inmigrantes, sobre todo mexicanos, que ocupaban los empleos que hacían falta en su país, máxime porque, además, eran personas ignorantes, delincuentes: peligrosos. ¿La solución?
Deportarlos y edificar un muro que impidiera tanto su retorno como el ingreso de más sujetos perniciosos que contribuyen a que “América” ya no sea grande, poderosa y respetada. Ésta, y otras simplificaciones injustas (como la traición a la patria de compañías estadounidenses que se habían establecido en México, hurtando trabajos que allá eran necesarios) encontraron eco en un sector muy amplio de estadounidenses. Esgrimió, desde el racismo y la xenofobia, argumentos que, soterrados, persisten en muchos de sus compatriotas. Conectó con sus prejuicios. Dijo que podría solucionar, pronto y de raíz, las causas de las dificultades.
Superficialidad, sin duda, pero las decisiones que ha tomado están orientadas a fortalecer esas percepciones. Además de discutir, aspecto vital, cuál es la posición que debe adoptar quien representa al Estado en México, misma que debe emanar de los senadores, encargados de indicar las directrices de la política exterior, vale la pena contrastar esta situación con algunos temas de la cuestión pública dentro de nuestras fronteras: la reforma educativa es uno de ellos. ¿Acaso no se partió de una gran simplificación?
Pienso, luego insisto: a la luz de los problemas educativos en nuestra tierra, el gobierno, y los partidos asociados en el Pacto, ofrecieron una explicación simplista: son los profesores los culpables del problema. Esos “otros”, retratados en los medios como ignorantes, concebidos (en una generalización absurda) como incapaces e incluso delincuentes, fueron acusados sin derecho a defensa: les robaron la palabra. Sólo habló, altivo y contundente, el poder.
La simplificación fue inaudita, humillante para el magisterio, pero coincidió con el juicio previo, con esmero cultivado durante años y asumido como evidente, que imputaba a los profesores la razón de los magros resultados en todas las pruebas. Las dosis de desprecio —racista y clasista en numerosos casos— abundaron. La reforma, además, tenía la fórmula mágica para resolver el entuerto: la evaluación a toda costa y sin cesar, como muro al ingreso y la permanencia en el empleo.
Una evaluación apresurada, desconectada de la práctica en las aulas y su diversidad, no confiable y punitiva: pared maciza que, de no saltarse, amenaza deportar a la profesora o al maestro al desempleo, aunque tuviese, antes, derechos que se anularon retroactivamente. Salvando las distancias, evidentes, entre los dos procesos, en la crítica a lo que sucede en el norte se cuela el reflejo, la semejanza, de una modalidad de acción del gobierno en nuestro país, cuyo denominador común es proponer a un chivo expiatorio, sin hacerse cargo de la diversidad de factores que concurren en un problema social, y su propia responsabilidad, para luego ofrecer ladrillos que aíslan, en lugar de puentes para avanzar. Ahí está su semblante.