La reforma tuvo, como eje fundamental en su diseño, un supuesto: la fuente, si no única, sí la más importante de los problemas educativos en México, era el magisterio. Al ser concebidos como causa, la acusación simplificadora fue inmediata: los profesores y las maestras en el país, desde preescolar al nivel medio superior, estaban mal preparados. Inculpados sin miramientos, ni matiz, como un gremio repleto de flojos, violentos, ignorantes y desobligados, el (también) único remedio era evaluarlos: “el corazón de la reforma es la evaluación”. Ha sido de tal manera central este prejuicio, que ha generado lo propio e inevitable: perjuicios. Sobre todo, la estigmatización de las y los docentes y, derivado de ello, su ubicación en el proceso como objetos, cosas a reformar, y no como sujetos, socios indispensables, en la transformación que sin duda requiere el acceso al conocimiento en el país.
Dado que el cimiento de la reforma era la evaluación, su aplicación mostraría que la premisa mayor – la falta de idoneidad e incapacidad del magisterio – quedaría a la luz, y los demás elementos del complejo proceso educativo, tales como una visión renovada de la educación, los planes y programas de estudio, materiales, condiciones escolares, la desigualdad social y el contexto de pobreza en que vive la mayoría de los alumnos, serían aspectos a considerar, sí, pero después: complementarios, no sustanciales. El problema era que “esos”, a través de una propaganda intensa y prolongada, eran unos rufianes iletrados, y las maestras orientaban su trabajo por el estímulo de heredar su plaza y faltar a clases sin consecuencias. Hay harta evidencia de esta percepción, muchas veces racista, casi siempre clasista y siempre descalificadora.
Suponiendo, sin conceder, que así fuera; esto es, de acuerdo a su propia lógica, los resultados dados a conocer ayer por las autoridades quiebran el prejuicio, rompen el eje y ponen en cuestión, cimbran a fondo, la orientación de la reforma educativa “histórica” que tanto se presume. Al establecer, como diagnóstico, que la relación entre capacidad docente y calidad educativa era obvia, y directamente proporcional, la prueba del ácido sería que la medición de los conocimientos y las destrezas pedagógicas fuese muy negativa: a malos maestros, malos resultados. Se requería que los maestros calificados como incapaces fueran la mayoría, para probar la fuerza de su concepción.
En su propia (in)coherencia, los resultados desmienten la expectativa: en términos generales, con ligeros cambios por nivel, solo 15 de cada 100 obtuvieron resultados insuficientes. Fueron ubicados como buenos 42%, y 8% destacados. El resto, un poco más de un tercio, registraron en los exámenes aplicados condiciones suficientes – que son bastantes para ser capaces y aptos, dice el diccionario – al desempeñar su labor.
Entonces, si en la prueba PLANEA, o en PISA, son muy pocos los alumnos que consiguen los aprendizajes esperados al final de la formación básica o media, la evaluación aplicada muestra que la falencia en la formación registrada no se origina, no es resultado directo, como se afirmó tantas veces, de la capacidad de los docentes.
Esta crítica a los fundamentos de la reforma, deriva de su propia lógica. Lo propuesto resultó falso de acuerdo a lo que plantean sus promotores. Es una contradicción en los propios términos que la constituyen. El cuestionamiento más fuerte que se le puede hacer a una propuesta es ser falseada en sus propios términos. El prejuicio se muestra como lo que es: ignorancia ignorada, pero sesgada. El pez por su boca muere.
Si se quieren evitar más perjuicios a la educación es menester cambiar el rumbo. Y pronto, pues hay más rasgos en esta política, legales, laborales y administrativos, inaceptables. Varios de ellos, éticos. No más.
Profesor del Centro de Estudios Educativos de El Colegio de México
Twitter: @ManuelGilAnton