Hoy, en México y en el mundo, muchos se preguntan cómo lograr que las escuelas puedan ofrecerles más y mejores conocimientos, habilidades y oportunidades de desarrollo a todos alumnos. Un grupo muy vocal e influyente argumenta que la clave está en elevar la calidad de sus maestros. Otros abogan por factores adicionales y muy diversos que van desde atajar la desintegración familiar hasta mejorar la infraestructura escolar, diseñar planes de estudio, estrategias, y materiales pedagógicos más pertinentes para la empleabilidad, pasando por reducir número de alumnos por maestros, mejorar las relaciones al interior del aula, y/o incorporar más tecnología y uso más apropiado de esta, entre otros.
A pesar de su gran diversidad, la mayoría de las propuestas disponibles para mejorar la calidad de la escuela comparten dos elementos centrales. Primero, la premisa según la cual ésta sigue teniendo un lugar central en nuestras sociedades y, sobre todo, una función y un significado social claro, inteligible y, más o menos compartido, para los diversos actores que participan en ella. Segundo y basado en lo anterior, un énfasis común en lo instrumental. Es decir, en las acciones requeridas para mejorar la capacidad de los centros escolares –entendidos como centrales y dotadas de una función social clara para todos– para producir mejores aprendizajes.
Se entiende que si uno ya sabe en qué radica la importancia de la escuela y para qué sirve esta, no tenga sentido preguntárselo y sea lógico concentrarse en los “cómos”. El problema es que estamos ante una situación en la que las respuestas heredadas y conocidas frente a las preguntas de ¿por qué y para qué la escuela? están haciendo agua por todas partes.
Basten, al respecto, unos cuantos indicios de hasta qué punto el lugar social de la escuela, durante muchísimo tiempo asumido colectivamente como claro, central y permanente, está en entredicho en la actualidad.
o Crisis de todas las figuras y referentes de autoridad en una gran cantidad de sociedades. Esta tendencia global ha venido erosionando las relaciones tradicionalmente jerárquicas al interior de las escuelas y las familias y, al mismo tiempo, está haciendo difícil la posibilidad de generar nuevas formas de autoridad entre generaciones y personas con diferentes roles. Como resultado de ello, se observan dificultades crecientes para construir relaciones entre alumnos y maestros, entre maestros y directivos, así como entre padres de familia, docentes y autoridades escolares mínimamente funcionales para hacer posible la convivencia ordenada y civilizada, así como procesos de enseñanza–aprendizaje efectivos al interior de los centros escolares.
o Niños y jóvenes que pasan hoy más tiempo conectados al internet que en el salón de clases. En México, según el Estudio sobre los Hábitos de los Usuarios de Internet en México, 2016, 7 horas con 14 minutos diarios en promedio para el conjunto de los internautas mexicanos (59% de la población total), más de la mitad de quienes se ubicaban entre los 13 y 34 años en 2015. En muchos otros países situación similar: alumnos más horas en el internet que en la escuela… y creciendo.
o Estudiantes, en México y muchos otros países, para quienes acumular años de escolaridad no se traduce necesariamente en un empleo seguro o en un mejor salario. Ello, en parte por carencias de las escuelas, pero también y sobre todo, porque, debido a la internacionalización económica y la automatización de un número creciente de empleos, no se están produciendo –en buena parte del mundo– la cantidad y calidad de puestos de trabajo requeridos para incorporar productivamente al mercado laboral a los jóvenes que egresan de los distintos niveles de la educación formal.
¿Resultados de todo lo anterior? Más y más alumnos “desengachados” de lo que ocurre en sus aulas, creciente abandono escolar, más embarazos adolescentes, más violencia en los lugares históricamente diseñados para producir civilidad, y “aprendizajes” no sólo deficientes, sino carentes de un significado compartido y un valor reconocible.
Para atender los desafíos que enfrenta en la actualidad la enseñanza escolarizada resulta de la máxima prioridad hacernos cargo de que la pregunta central no es cómo mejorar la escuela (suponiendo que ya sabemos para qué sirve), sino cómo hacerla relevante, especialmente para los que la viven y la construyen cotidianamente, juntos.
Esa pregunta puede hacerla cada maestro y cada directivo. Como lleva haciéndolo, con enorme creatividad, pasión e inteligencia, Lila Pinto, directora de la escuela Maguen David en la Ciudad de México, como condición de posibilidad, de una transformación educativa integral y de fondo. En concreto, preguntándole a los alumnos y a los docentes de su escuela qué los mueve, qué los inquieta como seres humanos más allá de la escuela, pues sólo desde ahí es posible reimaginar una escuela que tenga sentido para aquellos que la habitan.
En México y en el mundo hay muchos directores y maestros como Lila, pero todavía son insuficientes. Necesitamos muchos más de ellos para que las escuelas, en lugar de seguirse desfondando, sean espacios privilegiados para humanizarnos, reconocernos y aprender a convivir unos con otros, y para darnos los saberes y las destrezas para construir vidas que valgan la pena y tengan sentido tanto en lo individual como en lo colectivo.