La pobreza es una marca congénita en México. La gesta de independencia dejó un país destrozado, empobrecido, explotado, como toda la América Latina después de varios siglos de salvaje colonización. Así queda claro en la historia, en obras magistrales como “Las venas abiertas de América Latina” (Eduardo Galeano).
No hay ninguna novedad en la recapitulación. Cuando se constituyó la nación la gran mayoría de la población mexicana era pobre; las cifras del analfabetismo, abrumadoras. A pesar de sus enormes potencialidades y riquezas, en su desarrollo la población se multiplicó en la pobreza y sigue sobreviviendo en las fronteras de la prosperidad, unos lejos, otros más lejos. Las cifras son inocultables, no hay forma de maquillarlas.
Se dice fácil y corto: presente y pasado pobres. El futuro no pinta de otro color. Sin cambio de rumbo, es decir, de prioridades, seguirá hundiendo en la pobreza a la mitad de su población. Los ejemplos hay que buscarlos en la historia, en la nuestra y en la de otros países de la región. El problema no es de colores partidistas. Es político, cultural, económico y ético.
Los programas asistenciales y las políticas sociales de fuerte impronta electoral, las únicas que conocemos acá, no sirven para curar enfermedades sociales estructurales. Las becas a los estudiantes no resuelven los problemas del desempleo en los padres y madres; las becas a las mujeres no revierten su perenne condición de víctimas de la desigualdad; los seguros médicos populares no salvan de las enfermedades de la miseria, tampoco resuelven los graves problemas de la obesidad y de la desnutrición, en cuyos rankings el país ocupa lugares de privilegio en el mundo. Al mismo tiempo, la educación privada crece y se convierte en jugoso mercado, lo mismo que la salud; la industria de la comida chatarra y las bebidas gaseosas gozan, esas sí, de una robusta obesa salud. Por citar ejemplos.
Estos problemas de concentración de riqueza y socialización de la pobreza, crecientes ambos, tienen su expresión en la escuela. Inaugurar escuelas públicas en contextos paupérrimos no garantiza que los estudiantes asistan y, cuando asisten, la certeza es que una buena cantidad de ellos no terminará; los que concluyan, con altas probabilidades habrán recibido una educación mediocre, no sólo por profesores mal preparados e irresponsables, sino porque este sistema social en su conjunto difícilmente permite romper condicionamientos.
Otra expresión dramática de aquellos problemas es que las escuelas más pobres, con las pedagogías más insuficientes y en las peores condiciones, están destinadas, en general, a los más pobres. Escuelas pobres para los pobres; escuelas muy pobres (o “no escuelas”) para los muy pobres. No son consignas ideológicas pasadas de moda. El Censo de Escuelas, Maestros y Alumnos de Educación Básica y Especial es ilustrativo.
Si a los programas asistenciales para combatir la pobreza, de impronta autoritaria, sumamos las actitudes recientes del subsecretario de Educación Superior minimizando el problema de los rechazados en educación superior, y de Rosario Robles anunciando los ajustes en el Programa Oportunidades, porque descubrieron que tener hijos es negocio entre los indígenas, menos razones tenemos para un mediano optimismo.
Autoritarismo e insensibilidad, incomprensión y obsesión por justificar avances sin el reconocimiento de los problemas son un camino que sólo profundizará las brechas y las desigualdades. El México más profundo, de piel mestiza o indígena, que nació pobre, que persiste pobre, no tiene un horizonte distinto. Pobre México pobre.
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