A lo largo de los últimos años, la violencia se nos ha ido colando entre los huesos y ha terminado por instalarse como parte del orden natural y mexicanísimo de las cosas. Hace unos días tuve oportunidad de constatarlo en una conversación con un chico mexicano de 14 años proveniente de una familia de clase media alta.
El chico en cuestión participó recientemente en un campamento de verano que organiza una asociación internacional muy seria que busca promover la paz en el mundo. Participan en el programa de campamentos de esta organización niños y niñas de una gran variedad de países y los campamentos tienen lugar en distintos puntos del planeta. Para poder asistir, los chicas y chicas deben prepararse durante varios meses en su país de origen. Poco antes del inicio de los campamentos, los participantes de cada país son organizados en grupos y son asignados como delegaciones nacionales a sus respectivos campamentos en distintas partes del mundo.
Entre las muchas actividades que realizan en sus campamentos, a cada equipo nacional se le encomienda la tarea de preparar un proyecto sobre un tema paraguas que varía año con año. La actividad o proyecto a ser presentado en su campamento frente a las delegaciones de jovencitos de otros muchos países debe cumplir con dos requisitos: vincularse al tema definido como central para ese año para el conjunto de los campamentos y ser, en algún sentido, representativo del país de origen de las distintas delegaciones participantes.
En 2015 el tema fue el de la resolución conflictos y, como al resto de los participantes, al chico que me contó todo esto hace unos días, le tocó preparar junto con sus compañeros de la delegación mexicana un proyecto que tuviese que ver con la resolución de conflictos y con México. Cuando le pregunté qué actividad habían preparado, me respondió, con enorme naturalidad, que habían escenificado un ataque nocturno de narcotraficantes a todo el campamento con ruido ensordecedor de balazos y todo, y que su actividad había sido un éxito total, pues había logrado aterrar al campamento completo.
Conozco hace mucho al jovencito que me contó esta historia. Se trata de un muchacho enteramente normal –no es raro, problemático, o violento– que hace sus tareas, va todos los días a la escuela y tiene una familia bonita y funcional. En suma, un joven bastante típico de clase media alta de la ciudad de México quien se pasa la mayor parte del tiempo pegado a su celular y vive su vida de entre semana entre la escuela y el club.
Su relato me cimbró y me causó una enorme tristeza. En parte porque lo conozco mucho, porque me pilla cerca; en parte, también, porque me reveló en vivo y en directo lo profundamente que la violencia nos ha ido entumeciendo a todos y se ha ido convirtiendo en parte central de la única historia que nos contamos sobre de qué se trata México.
La anécdota de unos chicos y chicas, cuyas familias en lugar de mandarlos a un campamento caro cualquiera los apuntan a una experiencia que los civilice, que acaban armando un ataque de narcos, pues les parece lo más divertido y mexicano imaginable me recordó otra historia que también me dejó muy triste hace algún tiempo. La historia ocurrió en Ciudad Juárez en el año 2009, con la violencia a todo lo daba. Visité una escuela preescolar a la que asistían niños pequeños de muy escasos recursos. Les pregunté qué querían ser de grandes y la mayoría me contestó que querían ser narcos.
Así estamos.
¿En qué momento se produjo la ruptura civilizacional que llevó a que tantos niños y jóvenes mexicanos vivan, entiendan y vibren la violencia extrema como parte del orden natural de las cosas? ¿Qué nos pasó, a dónde vamos, cómo salimos de este lugar tan yermo de fronteras entre lo que está bien y lo que está mal?
Twitter:@BlancaHerediaR