En abril de 1910 Justo Sierra, entonces secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes y José Yves Limantour, secretario de Hacienda, intercambian correspondencia sobre un tema de gran trascendencia en la historia educativa del país: la creación de la Universidad Nacional, proyecto del que Sierra es el principal promotor y que aprecia como la culminación de su trabajo al frente de la política educativa del país, primero como subsecretario de Instrucción Pública (1901-1905) y posteriormente como titular del ramo educativo de 1905 a 1911. Interesa a Sierra la opinión de Limantour por dos razones: primera, porque lo aprecia como un interlocutor intelectual a la altura del proyecto, y segunda, de mayor importancia, porque el visto bueno del secretario de Hacienda es indispensable para liberar los recursos solicitados. Así se lo había hecho saber a Sierra el presidente de la República, y así procede.
El intercambio epistolar Sierra-Limantour a propósito de la Universidad Nacional (publicado en el tomo XVII de la Obras Completas de Justo Sierra, UNAM, 1992) presenta varios ángulos de discusión, aunque uno de los más relevantes e intensos es el correspondiente a la integración de la Escuela Nacional Preparatoria al elenco de instituciones académicas que, piensa Sierra, deben formar parte de la nómina constitutiva del nuevo organismo. La Universidad estaría integrada, en su refundación, por las escuelas nacionales de ingeniería, jurisprudencia, medicina, por la sección de arquitectura de la Escuela Nacional de Bellas, por la proyectada Escuela Nacional de Altos Estudios, y por la Nacional Preparatoria.
Limantour argumenta que no conviene al proyecto que la Preparatoria forme parte de la Universidad. Por dos razones. La primera es que “ninguna de las materias que en ella se enseñan, con la extensión y método que deben ser peculiares de dicha Escuela, pueden formar parte de los estudios propiamente universitarios.” La segunda apunta a un problema de gobernabilidad. Con el tiempo —hacer ver Limantour—, la “enseñanza preparatoria tendrá que darse no en uno sino en dos o más planteles, y entonces ¿formarán parte del Consejo Universitario los directores y profesores de las diversas Escuelas Preparatorias?
Replica Sierra, claro y directo: “no aceptaré, naturalmente, la observación que se refiere a la Preparatoria; en la comisión del Consejo de educación y en el Consejo mismo se discutió el asunto hasta la saciedad (…). Nuestra Universidad, mi querido amigo, no está obligada a seguir palmo a palmo las otras: nuestra tarea ha sido ecléctica y en ciertos puntos (…) enteramente original (…). Nuestra Preparatoria debe formar parte de nuestra Universidad porque es un instituto sui géneris; nadie lo sabe mejor que usted. Las disciplinas en que allí se educa el espíritu están coordinadas en una disciplina general que constituye el método científico, que es precisamente indispensable para fijar las ciencias concretas y especiales, que a su vez constituyen lo que nosotros llamamos escuelas profesionales, y porque ese método es indispensable instrumento para la investigación científica a la que está expresamente destinada la Escuela de Altos Estudios. Si pues, forma parte necesaria de nuestras escuelas universitarias; si aunque en ella no se hagan estudios superiores, estos estudios no podrían hacerse sin ellos; si la noción clara del método científico que en ella se adquiere es como el que más un estudio universitario, ¿por qué no iba a formar parte de la Universidad que es la principal interesada en vigilar y regir a lo que constituye su base? (…) porque una de dos o la Universidad gobierna a la Preparatoria directamente o el Ministerio; si lo segundo ya se figura usted la cantidad de enredos, líos y conflictos que se armaría”.
A la segunda objeción de Limantour, su preocupación por que el crecimiento de la preparatoria implique un problema para el gobierno universitario, Sierra simplemente replica: “si hubiese algún día (dentro de veinte años) necesidad de duplicar o triplicar la Preparatoria, no veo por qué perdería ésta la unidad de dirección, al contrario, sería necesario conservársela. Veinte medios habría para obviar estos inconvenientes ajenos, que se resuelvan en su día”.
Dos anotaciones pueden servir para contextualizar las preocupaciones de Limantour sobre la Nacional Preparatoria. Primera, que, desde la reestructura practicada por Gabino Barreda en 1867, ésta comprendía el ciclo completo de los estudios secundarios, no sólo el bachillerato propedéutico. Segunda, consecuencia de lo anterior, que a esas alturas la ENP era la escuela individual más grande del país. Para 1910 la matrícula preparatoriana —más de un millar de alumnos— representaba el doble de la población escolar del conjunto de las escuelas profesionales. Todo llevaba a pensar, como lo habría entendido Limantour, que la mayor presión de crecimiento para la estructura universitaria ocurriría justamente en esa zona. El proyecto de Sierra preveía que el Consejo Universitario incluyera a los directores de las escuelas reunidas en la universidad y a representantes de profesores y estudiantes. Por ello, la solución estaba a la vista: si se multiplicase el número de escuelas preparatorias adscritas a la Universidad, bastaría con mantener la unidad orgánica de esa institución: una sola Escuela Nacional Preparatoria con tantos planteles como fuera necesario.
Finalmente, en la tercera carta en esa correspondencia, fechada 28 de abril de 1910, el secretario de Hacienda se limita a deslindarse: “en el (punto) de la inclusión de la Preparatoria, me rindo, no por convencimiento de que es bueno lo que Uds. proponen, sino porque no veo inconveniente mayor en que se lleve a efecto.”
El debate sobre la conveniencia de la enseñanza preparatoria como parte integral de la Universidad Nacional ha retornado varias veces en la centenaria historia de la institución. Incluso en nuestros tiempos, pero la respuesta, desde la Universidad, ha sido invariablemente la misma: la Escuela Nacional Preparatoria, por razones históricas pero también académicas, es un componente orgánico de la institución universitaria. Más aun, la calidad de la formación profesional se deriva de la capacidad de la institución preparatoriana, hoy en conjunto con la institución hermana, el Colegio de Ciencias y Humanidades, para preparar y orientar a los futuros universitarios.
Del Colegio de San Ildefonso a la Escuela Nacional Preparatoria
La Escuela Nacional Preparatoria abrió sus puertas el 3 de febrero de 1868, en las instalaciones del antiguo Colegio de San Ildefonso. Su primer plan de estudios fue formado por don Gabino Barreda, célebre educador y político mexicano. El año anterior había recibido ese encargo del presidente Benito Juárez, recién instalado en la Ciudad de México y plenamente ocupado en la restauración republicana. Barreda se integró, por invitación del presidente, a la Comisión General de Estudios, establecida en septiembre de 1867, instancia en la que participaron, entre otros ilustres personajes, Antonio Martínez de Castro, recién designado Ministro de Justicia e Instrucción Pública, los hermanos Díaz Covarrubias, el doctor Leopoldo Río de la Loza, Alfonso Herrera y Antonino Tagle. Del trabajo de la Comisión habría de surgir, entre otros resultados, la Ley Orgánica de Instrucción Pública del Distrito Federal, publicada el 2 de diciembre de 1867. Se afirma que Juárez convocó a Barreda para formular el programa preparatoriano por la buena impresión que le causó su discurso en la conmemoración de las Fiestas Patrias (Guanajuato, septiembre de 1867). Las ideas de Barreda, plasmadas en su recordada “Oración cívica”, coincidían con el ideario de Juárez. Concluía Barreda su alocución afirmando la necesidad de que, en el mañana de la República:
“Una plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de exposición y de discusión, dando espacio a todas las ideas y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes y haga innecesaria e imposible toda conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución que no sea meramente intelectual. Que el orden material, conservado a todo trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea el garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del progreso y de la civilización.” Texto completo
Contaba Barreda con una buena formación en ciencias y humanidades. Había cursado estudios en San Ildefonso, posteriormente en Jurisprudencia, aunque finalmente tomó el camino de la Medicina. Tras la guerra de 1847 emigró a Francia, en donde tuvo la oportunidad de asistir a las lecciones de sociología de Augusto Comte en la Sorbona.
A través del proyecto de Barreda se libraría en la Nacional Preparatoria la batalla decisiva del laicismo educativo proclamado por Juárez y por la generación de liberales republicanos. En la discusión del proyecto educativo de la República Restaurada, iba quedaba claro que la sola prohibición de la enseñanza religiosa en el sistema público, resultaba insuficiente sin una alternativa educativa laica. Ese fue, precisamente, el principio que inspiró la tarea de Barreda (véase Clementina Díaz y de Ovando, La Escuela Nacional Preparatoria: los afanes y los días 1867-1910, UNAM, 1972, págs. 14-17).
A esas alturas, por cierto, el Colegio de San Ildefonso había dejado de pertenecer a la iglesia católica y funcionaba como una institución civil, con la denominación de Nacional Colegio de San Ildefonso. Fue fundado en 1588 por la Compañía de Jesús, en 1612 recibió el patronazgo de Felipe III, y en 1767, con la primera expulsión de los jesuitas, pasó a manos del clero secular. Al retorno de los jesuitas, en 1816, el Colegio les fue devuelto pero en 1821, en el marco de la consumación de la revolución de independencia, la institución retornó a la administración secular, y con ese carácter permanecería hasta 1852 en que su dirección fue encargada al civil Sebastián Lerdo de Tejada.
Guillermo Zermeño comenta que el fallido retorno de los jesuitas en el ocaso del virreinato cumplía la encomienda del papa Pío VII y el rey Fernando VII “para librar una nueva batalla intelectual, esta vez contra los filósofos ilustrados. Una lucha en contra de lo que en el campo de las ideas y de las creencias se calificaba en ese momento como materialismo, deísmo, irreligión, filosofismo, enciclopedismo. De hecho, algunos jesuitas al regresar advirtieron que si no hubieran sido expulsados anteriormente este movimiento intelectual no hubiera ganado tanto terreno en territorio novohispano.” (Guillermo Zermeño Padilla, “El retorno de los jesuitas en el siglo XIX. Algunas paradojas”, Historia Mexicana, vol. 64, núm. 4, 2015). Texto completo
Durante el imperio de Maximiliano (1863-1867) la institución asumió las características de colegio y liceo literario hasta su extinción por mandato de la Ley orgánica de instrucción pública del Distrito Federal. No obstante su conversión administrativa, el Colegio conservaba una orientación pedagógica de carácter eminentemente escolástico (véase Mónica Hidalgo-Pego, “La Reforma de 1843 y los reglamentos del Nacional Colegio de San Ildefonso”, Revista Iberoamericana de Educación Superior, vol. 4, núm., 2013). Texto completo
Poco después de fundada la Preparatoria, que permanecería bajo la dirección de Barreda hasta 1878, su creador envió una extensa carta a Mariano Riva Palacio, gobernador del Estado de México (octubre 10 de 1870) en la que explica con detalle la orientación educativa del proyecto. Barreda deslinda la pedagogía positivista, de carácter laico, del canon católico en los siguientes términos:
“El motivo por que los jesuitas no lograron, sino de una manera pasajera, el fin que se proponían fue que la educación que bajo sus auspicios se daba nunca fue y nunca pudo ser suficientemente enciclopédica. Esos directores de la juventud estudiosa siempre tuvieron necesidad de dejar fuera de su programa de estudios fundamentales, multitud de conocimientos de la más alta importancia práctica. Unos porque aún no habían desenvuelto lo bastante para que se hiciese sentir su importancia en su época, otros, porque se consideraban erróneamente como propios sólo para el ejercicio de ciertas profesiones, y casi todos porque las verdades que daban a conocer entraban en un conflicto, a veces latente y a veces manifiesto, con las doctrinas y con los dogmas que ellos se proponían conservar.”
A continuación describe la organización de la educación preparatoria de nuevo cuño:
“Como usted podrá notar a primera vista, los estudios preparatorios más importantes se han arreglado de manera que se comience por el de las matemáticas y se concluya por el de la lógica, interponiendo entre ambos el estudio de las ciencias naturales, poniendo en primer lugar la cosmografía y la física, luego la geografía y la química, y por último, la historia natural de los seres dotados de vida, es decir, la botánica y la zoología. En los intermedios de estos estudios (,,,) se han intercalado los estudios de los idiomas, en el orden que exigía la necesidad de que ellos se había de tener para los estudios antes mencionados, o los que más tarde debieran seguir. Así es que se ha comenzado por enseñar el francés, ya porque es este idioma están escritos multitud de libros propios para servir de obras de texto, ya porque de este modo podríamos aprovechar desde luego las nociones más o menos avanzadas de este idioma, que casi todos los alumnos traen actualmente de las escuelas primarias: después se ha continuado con el inglés, por razones análogas a las anteriores; y por último, con el alemán, en los casos que la ley lo exige. Respecto del latín, encontrará usted también una verdadera novedad, la cual consiste en que en vez de ser el estudio por el que deban comenzar los alumnos, éste se hace, por el contrario, en los dos últimos años de su carrera preparatoria (…) El estudio de la gramática española se ha transferido hasta el tercer año, en vez de dejarlo en el primero como parecería tal vez más natural, porque si se desea que este estudio tenga una utilidad real, es preciso salir de estas superficialísimas nociones, que antes de hoy habían constituido los cursos de gramática castellana de todos los colegios, y dar a los alumnos un conocimiento más profundo y razonado de su idioma, presentándoles a la vez ejemplos dignos de imitar (…) En cuanto a las raíces griegas, su estudio se ha colocado en el año en que, por haber menos recargo de materias, se creyó más oportuno.” Texto completo
Positivistas contra Krausistas, liberales puros contra moderados
Apenas retirado Barreda de la dirección de la ENP, una polémica intelectual enfrascó el debate preparatoriano, en particular entre las fracciones de liberales que se daban cita en las aulas de la preparatoria y polemizaban a través de sus cátedras. A raíz de la decisión de Ignacio Mariscal, secretario de Instrucción Pública, de implantar, a partir del 1880, como libro de texto Lógica: La ciencia del conocimiento de G. Tiberghien, traducido por José María del Castillo Velasco, de orientación krausista (sobre el krausismo en México véase Atolín C. Sánchez Cuervo, Krausismo en México, UNAM, 2004), en reemplazo de los textos de lógica de John Stuart Mill y Alexander Bain, de orientación positivista. Los positivistas seguidores de la doctrina Barreda criticaban acremente el enfoque metafísico del nuevo texto de lógica y señalaban que el mismo desvirtuaba el núcleo mismo de la propuesta educativa preparatoriana. Pero algunos intelectuales, recién convertidos al krausismo (véase hy críticos de la dogmática de Comte, defendían el cambio de orientación intelectual que implicaba la renovación filosófica impulsada por Mariscal. Según sistematiza Hale, en la polémica tomaron partido, a favor del canon de Barreda, Justo Sierra, Porfirio Parra, Telésforo García, Francisco Cosmes y Jorge Hammeken. Apoyaban el cambio de enfoque, desde sus trincheras periodísticas, Hilario Gabilondo, Ignacio Manuel Altamirano y José María Vigil (véase Charles A. Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, 2002). Según Valencia Flores, también intervinieron en la discusión “más de un centenar de intelectuales y académicos: dentro del ámbito interno de la ENP participaron Rafael Ángel de la Peña, Isidro Chavero, Eduardo Garay, José María Bustamante, Manuel Tinoco, Francisco Bulnes, Manuel Fernández Leal y Francisco Covarrubias.” (Abraham O. Valencia Flores, “Debate en torno a la enseñanza de la lógica en 1880: una experiencia histórica”, Innovación Educativa, vol. 13, núm. 63, 2013). Texto completo. La solución a la polémica radicó en la autorización a la recomendación de Vigil, entonces titular de la cátedra de lógica, de adoptar como libro de texto, a partir de 1882, el Tratado elemental de filosofía, de Paul Janet.
Un segundo frente de debate se abriría al darse a conocer, en 1881, la iniciativa del ministro Ezequiel Montes en el sentido de retornar al sistema de bachilleratos por carreras, en lugar del plan homogéneo defendido por Barreda e instaurado en la Nacional Preparatoria. En defensa del sistema ENP y contra la iniciativa Montes, Justo Sierra jugó un papel importante y al cabo definitivo al convencer a los legisladores de desestimar el proyecto ministerial (Sobre la polémica Sierra-Montes se sugiere la obra de Claude Dumas, Justo Sierra y el México de su tiempo 1848-1912, UNAM, 1992, págs. 190-197).
Según varios historiadores de las ideas, entre ellos Leopoldo Zea en El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, o el ya citado Charles Hale, la polémica entre espiritualistas krausianos y positivistas ortodoxos anticipaba un debate político de mayor envergadura, el que comenzaba a desarrollarse entre los intelectuales representativos del liberalismo radical, con Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano a la cabeza, y los liberales moderados, que con Justo Sierra al frente iniciaban el camino de respaldo a la presidencia de Porfirio Díaz.
La batalla final del modelo de Barreda sería librada por una nueva generación, la del Ateneo de la Juventud (Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Isidro Fabela; Julio Torri; Diego Rivera, Martín Luis Guzmán, entre otros) que inició sus actividades, en el marco preparatoriano, en los primeros años del siglo XX. Serían los ateneístas quienes impulsaron, de manera definitiva, la restauración de las humanidades en las enseñanzas preparatorianas… y Justo Sierra, atento al cambio de época, su principal protector intelectual.
Hoy, a 150 años de la creación de la Escuela Nacional Preparatoria, interpretar los primeros desarrollos de la institución como escenario de las “guerras de la cultura” fundamentales en la definición ideológica del México moderno, resulta un elemento clave para ponderar su importancia en la configuración del proyecto educativo y político de la Nación.