Pluma invitada
Vaya que se ha armado tremendo revuelo a causa de 117 presuntos errores ortográficos que contienen los libros de texto elaborados en el sexenio de Felipe Calderón -que no es santo de mi devoción- quien colocó al frente de la SEP a Josefina Vázquez Mota (1 de diciembre de 2006-4 de diciembre de 2009); Alonso Lujambio Irazábal (+) (6 de abril de 2009-16 de marzo de 2012) y José Ángel Córdova Villalobos (16 de marzo de 2012 al 30 de noviembre de 2012), demostrando con ello poco respeto por una área de la mayor importancia, pero ese es otro asunto.
No estoy a favor de que los libros de texto o de cualquier otra índole, los periódicos, las revistas, los Acuerdos o las noticias difundidas en los medios masivos contengan errores ortográficos, conceptuales, sintácticos o de cualquier otro tipo, pero, sinceramente creo que el asunto se ha llevado a niveles exagerados, ya que existen múltiples evidencias en todo el mundo de que los errores o gazapos se dan con harta frecuencia, sin que llegue la sangre al río ni alguien se haya abierto las venas. Hay quien ha encontrado errores a personajes de la talla de Don Miguel de Cervantes Saavedra, Don Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis, o un ex Secretario de Educación Pública reciente, que firmó su primer Acuerdo como Sub Secretario de Educación Física.
No digo que sea un asunto menor, simplemente viene a mi memoria un refrán que dice “No hay tianguis sin ratas, ni libro sin erratas.” Si nos pusiésemos a indagar sobre el tema nos sorprenderíamos de la cantidad de obras científicas, culturales, religiosas y por supuesto escolares que adolecen de calidad conceptual, ortográfica y sintáctica. Hay presidentes de la República y no se diga diputados, periodistas (hay varios diarios mexicanos y extranjeros, que al referirse a la Purísima Concepción han cambiado la “r” por una “t” y corregido en la edición del día siguiente), líderes sindicales y demás especímenes de la fauna política que han hecho abundantes y singulares aportaciones al anecdotario, algunos han dado material tan abundante que ha sido recopilado en obras completas.
Las erratas o gazapos, decían en la Edad Media, las ocasiona un demonio travieso llamado Titivillus que se dedicaba a fastidiar a los monjes amanuenses provocándoles incontables errores en los textos que tan amorosamente estaban copiando.
Este diablillo, dicen que también provocaba distracciones de los monjes durante los oficios religiosos, equivocaciones en las citas bíblicas, errores en los ritos de la liturgia, despistes y cuchicheos entre los novicios.
De hecho se le representaba con un saco que tenía que llenar cada día con los errores que lograba inducir en los amanuenses, escribas, clérigos y religiosos, como equivocaciones en los rezos y erratas en los textos; se aseguraba que tales errores eran apuntados en un libro que se leería en el juicio final. Para tranquilidad de los del PRD, tal vez, ese será el momento en que los autores de esos 117 errores, paguen sus culpas.
Don Alfonso Reyes -el otro regiomontano universal- decía que “la errata es una especie de viciosa flora microbiana siempre tan reacia a todos los tratamientos de la desinfección”, y tenía razón, pues uno de sus libros fue editado con tremenda cantidad de erratas que le valió críticas y chistes de sus detractores.
Todos los autores, revisores, impresores y editores, históricamente, se han esforzado porque la errata no aparezca en sus textos, como anécdota, se cuenta que el impresor y humanista francés Robert Estienne (1503-1559) empleaba en su imprenta diez correctores súper exigentes, quienes leían las pruebas con extremo rigor. Una vez leídas se exponían en las ventanas de la imprenta y a quien señalase un error, le daba un premio. Las pruebas eran irreprochables, sin embargo, cuando se realizaba la tirada, las erratas saltaban a la vista.
El Papa Sixto V ordenó imprimir una edición de La Vulgata (traducción de la Biblia griega al latín, realizada en el 382 d.C.) en la imprenta apostólica vaticana; él mismo revisó las pruebas con suma minuciosidad. Satisfecho de su obra, insertó al final una bula según la cual excomulgaba a quien quiera que hiciese la menor alteración en el texto. Sin embargo, el Papa hubo de inutilizar la edición, porque había salido plagada de erratas.
En un calendario realizado por Conaculta leí una anécdota ampliamente difundida, referente al orgulloso editor español que después de múltiples procesos de revisión, convencido de que su libro no tenía ninguna errata, imprimió en la primera página la leyenda: “Esta obra no contiene ninguna erata“.
Insisto, no estoy promoviendo la edición de libros, revistas, periódicos, noticieros, leyes, decretos o acuerdos con errores, solamente estoy diciendo que toda obra realizada por seres humanos está expuesta a gazapos, es más, Dios mismo se equivocó: nos puso el chamorro por atrás, y los golpes nos los damos en la espinilla.