Resulta muy difícil pronosticar si habrá rupturas serias en los procesos de transformación del sistema y la política educativa impulsados desde fines de 2012. En extremo difícil, pues dependerá, en mucho, de quién gane la Presidencia de la República el año entrante y eso, hoy por hoy, nadie lo sabe.
El que pueda detenerse o revertirse la reforma educativa llena, seguramente, de júbilo a sus detractores y de zozobra a sus apoyadores. Más allá de estas posiciones encontradas, el hecho mismo de que exista la posibilidad de una ruptura importante en la conducción de la política educativa, habla de que la reforma educativa no ha conseguido los apoyos sociales requeridos y los amarres institucionales suficientes para asegurar su estabilidad en el tiempo.
Ello es, en parte, resultado de la falta de empate temporal entre la producción de perdedores importantes y poderosos (corto plazo) y la generación de beneficios para gran número de personas (mediano plazo), que suelen generar los procesos de transformación, como la reforma educativa en curso. También es el resultado, sin embargo, de la notoria debilidad de la demanda social en México por una educación escolarizada que sea exigente, relevante y significativa.
La explicación de la falta de demanda mayoritaria y activa por una educación de calidad, tiene que ver con dos factores clave. Primero, condiciones estructurales –desigualdad alta y sobre todo rígida, aunada a bajo crecimiento económico y muy baja generación de empleo calificado– que hacen que (especialmente para los más ricos y para los más pobres) invertir recursos y esfuerzo en obtener una educación de calidad resulte irracional. ¿Para qué me esfuerzo, si, haga lo que haga, la situación económica y social de mis padres es la que determinará dónde termino?
Segundo, condiciones institucionales marcadas por fallas agudas en la representación política de los grupos poblacionales con mayores carencias y que más podrían beneficiarse de una educación sólida y posibilitante. Dicho de otra manera: entre el interés de un joven mexicano de bajos recursos y/o de sus padres por obtener aprendizajes en la escuela que le abran oportunidad y los que reparten los recursos, los puestos y toman las decisiones en materia educativa, hay un verdadero laberinto de aduanas y una maraña de arreglos corporativos y clientelares de densidad infranqueable.
Frente a la debilidad de la demanda por escuelas exigentes y relevantes, tenemos grupos de intereses concentrados oponiéndose abierta o veladamente a la reforma, el muy entendible enojo de miles de docentes a quienes se les cambiaron las reglas del juego, y más de un político interesado en lucrar con el enojo movilizado y en aprovecharse de la no movilización y la no representación de los millones de mexicanos que más podrían beneficiarse de buenos aprendizajes en la escuela.
La reforma educativa en curso dista muchísimo de ser perfecta. En su empeño a favor del mérito y el esfuerzo en una sociedad marcada y ahogada por el privilegio, constituye colectivamente, sin embargo, nuestra mejor apuesta. Una apuesta firme y, al mismo tiempo, llevada a cabo de manera cuidadosa; es decir, sin poner la gobernabilidad en riesgo.
Tendremos que esperar a ver por dónde se van en lo educativo los contendientes a suceder a Enrique Peña Nieto: mérito o privilegio. En lo inmediato, lo más importante será mirar con especial atención por dónde se decantan los factores reales de poder y los diversos sectores de la sociedad mexicana en relación con el tipo de sistema educativo que les parece deseable y aceptable. Básicamente, pues de ello dependerá en alguna medida no trivial el resultado de las presidenciales de 2018.