En México, con excesiva frecuencia, la noción de “calidad educativa” suele pensarse en clave de mínimos indispensables. Así, por ejemplo, el único indicador relativo a calidad educativa para educación básica incluido en el Programa Sectorial de Educación 2013-2018 se define como la reducción de la proporción de alumnos ubicados en el nivel insuficiente en español y matemáticas en la prueba Excale.
Dados los muy altos porcentajes de estudiantes mexicanos que terminan la secundaria sin un manejo adecuado de su lengua materna en formato escrito y sin capacidades elementales para realizar operaciones aritméticas simples, ya no digamos para razonar de modo abstracto o para comprender un texto en sentido fuerte, pareciera lógico que las autoridades educativas del país, al pensar en “calidad” tiendan a equiparar ésta con niveles mínimos de suficiencia. Es comprensible que así sea. Comprensible, pues frente a un desastre de tal envergadura, el único curso de acción viable e imaginable pareciera ser el de lograr sacar la cabeza del agua.
El énfasis en el mínimo minimorum ofrece también, sin embargo, pistas importantes sobre las estrecheces del horizonte de expectativas y significados que subyace buena parte no sólo del lenguaje de la política educativa, sino de la conversación pública en su conjunto en relación a la idea de una educación de calidad. El que brille por su ausencia la noción de excelencia y el que, encima, cuando se usa el término desde el gobierno sea para designar un programa –Programa escuelas de excelencia para abatir el rezago educativo– cuyo objetivo central consiste en dotar a las escuelas con los peores resultados en todos sentidos de los mínimos indispensables –en particular, en infraestructura– para poder operar, dice también mucho.
Todo esto habla de una política educativa que, en términos sustantivos, pareciera centrada en apagar fuegos y limitar daños, más que en fijar metas de aprendizaje ambiciosas y exigentes para todos los alumnos.
La centralidad asignada a alcanzar mínimos también revela la poca valía que en los hechos le otorga la mayor parte de la sociedad mexicana –incluyendo centralísimamente a los sectores de mayores ingresos– al mérito, al esfuerzo y a la excelencia escolar y académica. Finalmente, la tendencia a identificar calidad con suficiencia se nutre y encuentra una de sus justificaciones más socorridas en la creencia según la cual la excelencia está peleada con la equidad y en un país tan desigual como México, por tanto, hacer de la excelencia meta y guía en materia educativa supondría, necesariamente, perpetuar e incluso amplificar la desigualdad social existente.
La poca relevancia social de la excelencia académica y la idea que la excelencia se contrapone a la equidad no son, en absoluto, privativas de México. Estos elementos están presentes en muchos otros contextos nacionales, aunque parecen particularmente extendidos y arraigados en buena parte de América Latina. Así lo revelan, entre otros, los notoriamente reducidos porcentajes de alumnos latinoamericanos en los máximos niveles en pruebas internacionales de logro escolar como PISA, así como el énfasis compartido en muchos países de la región a favor de lograr no máximos sino tan sólo mínimos en materia de aprendizajes.
Alcanzar la excelencia, en educación como en cualquier otra cosa, no es fácil. Requiere, para empezar, proponerse alcanzarla y dedicarle trabajo muy intenso, recursos adecuados, esfuerzo y mucha persistencia. Lograr reconciliar excelencia y equidad educativa tampoco es sencillo, pero, contra lo que pudiera pensarse, no sólo es posible, sino que, de acuerdo a los resultados de PISA, los países con mayores niveles de calidad educativa son también los más equitativos en lo que hace a los aprendizajes de sus alumnos. Ahí están, entre muchos otros, los casos muy conocidos de Finlandia y Corea del Sur, pero también los de Polonia y Vietnam.
Seguir concentrados en abatir la insuficiencia como única meta no nos va a sacar del atolladero. Hay que hacerlo sí, pero habría que ubicar esa meta dentro de un contexto de expectativas y aspiraciones más amplio y más exigente. Sin ello, resulta casi impensable que logremos motivar a ningún maestro, a ningún alumno, a ningún padre o madre de familia a hacer lo requerido que es dar lo mejor de sí para mover este barco hacia un lugar más posibilitador para todos.
¿No sería ya hora de pensar en serio qué entendemos por “calidad educativa” y de, al menos, plantearnos la conveniencia de hacer de la excelencia con equidad nuestra brújula orientadora en lo educativo?
Twitter:@BlancaHerediaR