Valentina Torres Septién T. *
Los institutos religiosos han tenido un papel importante en la formación de las mujeres mexicanas. La paz vivida durante el porfiriato, en los albores del siglo XX, posibilitó que muchos grupos de religiosos y religiosas conformaran instituciones educativas particulares de gran prestigio en el país. Aunque no hay datos precisos, muchas de estas escuelas católicas se fundaron a partir de entonces, con excepción de colegios como los de las Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús cuya fundación es anterior.
Desde mediados del siglo XIX ya no se dudaba en una necesaria educación para las mujeres; pero, la idea que prevalecía era que éstas debían seguir siendo “los ángeles del hogar”, por lo que había que formarlas como seres eficientes para ser buenas esposas, madres, amas de casa y transmisoras de bases morales y religiosas a sus hijos, para convertirlos en buenos ciudadanos católicos. Los preceptos estaban establecidos con claridad. La educación femenina se valoraba en tanto que sus efectos fueran para “el otro”, no para ellas mismas. Tenían que educar a sus hijas a través de su parte afectiva y esto implicaba tener en cuenta que nunca llegarían a ser “escritoras o filósofas”.
Las enseñanzas morales y religiosas se consideraban como prerrogativas y obligación primero de la madre, que luego delegaba en la maestra, idealmente la religiosa. Ambas debían “inspirar en las jóvenes los modelos de virtud”. Esta idea significaba transmitir la virtud. “Instruir, sin inspirar, equivale a esterilizar”, decía Verdollin. Parte fundamental de esta inspiración se basaba en el ejemplo que ellas mismas debían dar. El maestro público no era digno de confianza. La enseñanza laica provocaba suspicacia, decían: “[…] no es más que un instrumento árido que lo que hace es repetir el alfabeto”.
Desde la más tierna infancia las madres enseñaban a sus hijas a orar. Después de la proclamación de la Constitución de 1917, las prácticas de devoción, los misterios de la fe y las verdades fundamentales del cristianismo, a través del catecismo y del Nuevo Testamento se impartieron en cátedras de religión, moral o ética.
En las indicaciones para una adecuada educación de la mujer, se mencionan una gran variedad de virtudes. Los autores no siempre coincidían en su jerarquización, aunque sí en cuáles eran las más importantes. La caridad destacaba como una virtud utilitaria por contribuir a mantener el orden público y conservar las buenas costumbres. A través de su práctica se ejercía la justicia, aunque sin considerar una igualdad social. Otras virtudes cristianas eran la humildad “compañera inseparable del orden; la prudencia (virtud difícil de conseguir en la juventud) y la resignación. Esta última consistía en vivir satisfecha con lo que Dios había otorgado a cada cual. Era una forma de aceptar la desigualdad entre los sexos: “En una mujer [sic] es esencialísima la resignación porque no hai [sic] circunstancia de su vida que no le recuerde su inferioridad con respecto al otro sexo […]”.
Otra virtud importantísima era la pureza, que se enseñaba mediante la práctica de actos cotidianos, el influjo de los modales y, sobre todo, con el uso de ejemplos. Santa María Goretti era la más socorrida. El pudor era considerado “peculiar” a la mujer, por “adornarla” y defenderla contra las malas inclinaciones masculinas: “Desarma la osadía del hombre más arrojado e, inspira veneración a los más corrompidos, sirve de expresión al más puro de los sentimientos y da realce a la hermosura”. […] Hablar, de ella en lecciones directas, en términos positivos es marchitarla, y deslucirla; indicar los inconvenientes que nacen del vicio contrario, es imposible”.
El pudor quedaba normado con límites a los aspectos físicos y morales que atentaran contra éste; la vista y tacto, así como la comunicación marcaban profundas diferencias entre los sexos. La mujer no sólo debía ser, sino también parecer modesta, pudorosa, para que sus actitudes y acciones no dieran ocasión a la maledicencia pública. La apariencia y el disimulo jugaban un papel muy importante hasta en los asuntos más nimios.
La sólida educación moral las aproximaba al Creador, favorecía el orden social, contribuía a la paz doméstica y regulaba la conducta con “reglas eternas de la verdad y la justicia”. El cuidado personal, la limpieza interior y exterior eran vigilados con severidad y se les enseñaba a ser “buenas amas de casa”.
La cátedra religiosa no varió mucho de la del siglo XIX. Clases de doctrina, directores espirituales, actos de piedad generales, organizaciones religiosas y pararreligiosas, actividades extracurriculares integraban la formación espiritual de las alumnas, con un dejo de secrecía por temor a la sanción oficial. El catecismo de preguntas y respuestas era la forma para afianzar conocimientos básicos. Los textos más empleados fueron de urbanidad, así como el tradicional catecismo del padre Ripalda, la Historia sagrada de FTD o los de las mismas órdenes religiosas. Con éstos y la narración de la vida de los santos se pretendía que las alumnas se identificaran con ellos como modelos de vida. Las clases mal impartidas creaban dudas y temores sobre el infierno, pecados o sentimientos de culpa.
Los rezos, misas, festividades y otras prácticas variaban en cada instituto religioso. Las niñas y jóvenes aprendían a leer y otros conocimientos que se consideraban agradables, como geografía e historia; ésta estaba limitada sólo a “aquella que proponga modelos de virtud, que propongan una gran lección moral”. La lectura de fábulas, parábolas, diálogos y, sobre todo, textos de educación religiosa y hagiografías servía para obtener principios religiosos y ejemplos para actuar correctamente.
Las novelas eran mal vistas porque construían un mundo irreal que soltaba la imaginación, causante de funestos males y “descarríos” en las mentes juveniles o eran motivo de ocio; en un mundo en que el empleo del tiempo tenía gran importancia. Sólo aceptaban libros cuyas imágenes ayudaban a mostrar lo prohibido o pecados.
La enseñanza de las bellas artes era un “adorno” necesario. El dibujo se recomendaba antes que el baile o la música, por considerarlo más moral y por su permanencia. Sin importar la posición social, era indispensable aprender a coser, bordar, lavar, planchar, mandar a los sirvientes y manejar la economía doméstica con eficiencia.
La educación conjunta de niños y niñas estaba prohibida. En los colegios para niños el deporte ocupaba un espacio privilegiado con canchas, amplios espacios, y tiempo asignado para ello. Las tablas gimnásticas y bailes regionales se introdujeron paulatinamente como parte de la educación femenina. En el recreo, los juegos de pelota, reata y los pintados en el piso –como el avión o el caracol– se hicieron más rudos con los espiros o, el juego de quemados. Los deportes de equipo se introdujeron ya bien corrido el siglo XX.
A partir de los años setenta, algunos colegios religiosos femeninos fueron abriéndose a una educación más igualitaria a la par de otros modelos europeos o norteamericanos. La progresiva participación femenina en el mundo laboral aumentó la necesidad de formarse en equidad de condiciones. La enseñanza de la religión disminuyó frente a la de los idiomas, ciencia y formación para el trabajo.
A más de medio siglo del Concilio, con la secularización de las costumbres, el influjo de los medios de comunicación y la importancia femenina en el desarrollo económico, la Iglesia católica se considera en una “emergencia educativa” frente a la educación secular que gana terreno y disminuye la influencia de la religión en este campo.
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Valentina Torres Septién T. Pluma invitada. Doctora en Historia por la Universidad Iberoamericana y especialista en Historia de la educación en México. Fue profesora-investigadora en la Universidad Iberoamericana. Su investigación gira en torno a la cultura católica, con énfasis en la participación de la mujer como trasmisora de valores y formadora de jóvenes, y, en particular, ha estudiado a Acción Católica Mexicana (1930-1970), una organización de control y formación de fieles y catalizadora de las iniciativas de particulares.