El otro día me decía un amigo –al que admiro mucho– que lo de la educación le parecía aburridísimo. Me “pudo” –como decimos aquí en el altiplano– el comentario. En parte porque llevo ya bastantes años dedicada al tema; en parte, también, porque tengo que decir que, a ratos, coincido con mi amigo.
Muchas veces me resulta, en efecto, de flojera hablar y analizar algo tan “noble” como “la educación”; de flojera completa escribir, opinar y “disertar” sobre eso que todos (o casi todos) con los que hablo opinan constituye la “llave maestra” para hacernos “mejores”, para hacer posible el desarrollo de la patria, o cualquier otra cosa digna y valiosa.
Supongo que cada época tiene su silver bullet de coctel y/o cabecera para imaginarse un mejor presente y un mejor futuro posible. El nuestro, o, en todo caso, uno de nuestros favoritos para ese propósito tan encomiable, es el de “la educación” (con la voz engolada, la mirada fija en el horizonte y el torso bien derechito).
Más allá de la incomodidad momentánea, tengo que decir que me sirvió el comentario de mi amigo pues me obligó a pensar –con mayúsculas– y eso de que a uno lo obliguen a pensar (así), siempre se agradece (o tendría que agradecerse). Su comentario me obligó a pensar, por ejemplo, en qué imaginarán la mayoría de mis interlocutores cuando se ponen tiesitos, harto serios y harto complacidos consigo mismos al hablar de “la educación” que “requerimos”. Imaginarán que “educación” es igual a ser como ellos, o imaginarán, más bien, que “tener educación” significa acomodarse y desempeñar correctamente los roles que le toca desempeñar a cada quien en nuestra sociedad de castas?
Me temo que para muchos de aquellos con los que hablo sobre este asunto, ser o estar “educado” significa o bien que los “de abajo” sean dóciles y acepten su lugar en la jerarquía social que favorece a los que hablan y pueden opinar (con la ventaja de que hablar de ello, lo vuelve a uno “sensible” y “moderno”) o bien imaginarse, sin costo ninguno, un mundo en el que todos son como “uno” –armados con hartos grados académicos de buenas universidades–, pero en el cual “uno” sigue estando arriba.
Sí, visto así, lo de la “educación” es de flojera completa. Un discurso más para sentirse bien los que lo tienen todo; una canción reconocida universalmente como buena y bonita para sentirnos mejores de lo que somos y para expiar la culpa que pudiera producirnos todo eso que tenemos sin merecerlo cabalmente.
Y, a pesar de todo esto, la educación me interesa, me entusiasma e importa (la mayor parte del tiempo). Me interesa cada vez que me encuentro un dato o una historia que no me cuadra. Me entusiasma cada vez que me toca atestiguar esos poderes suyos transformadores, casi mágicos. Me importa porque sé cuánto te puede abrir y cambiar la vida.
No creo que la educación sea la llave maestra de todo lo deseable. Sé, por ejemplo, que en el caso de México, un crecimiento económico más dinámico, una democracia menos oligárquica, y un país más justo e incluyente no dependen, sin más, de más y mejor educación. La ecuación, para lograr todo ello, es infinitamente más compleja. Con todo, la educación –saber más, entender más, poder más y ser capaz de sumar más y convivir mejor con los otros– importa mucho. Importa porque posibilita y porque, sin ella, todas esas potencias posibles –individuales y colectivas– se quedan en puras palabras.
Publicado en El Financiero