Miguel Ángel Rodríguez
Vuelvo siempre con pasión al pensamiento sobre la universidad, sobre el fin, el para qué de la comunidad universitaria, que Manuel Gómez Morín, rector de la Universidad Nacional de México entre 1933-1934, comprende como del “más alto interés público”. Curioso bien público que necesita, que reclama para la sobrevivencia, la autonomía del Estado (como medio para un fin). Ahora que la defensa de la autonomía universitaria vuelve a la escena pública de México y de Puebla, la memoria histórica no puede eludir la épica, la franciscana manera de defender la universidad y la autonomía que desplegó en su momento el autor de La Universidad de México. Su función social y la razón de ser de su autonomía (1934).
¿Por qué la actividad de la universidad latinoamericana levantó como demanda temprana, quizá desde los años veinte, la autonomía universitaria del Estado?, ¿cuál es la naturaleza del bien público, estratégico, que la universidad resguarda y distribuye, con suerte desigual, entre los ciudadanos mexicanos?
Tomaré un par de ideas que la lectura de Manuel Gómez Morín me sugiere para abordar la cuestión de la autonomía y trazar algunas posibles respuestas.
La primera, expuesta en el texto La universidad de México. Su naturaleza jurídica (aprobado por el H. Consejo Universitario), en el que se puede leer que la autonomía es inviolable, un estado de excepción privilegiado, en lo relativo a la garantía de la crítica, la libertad de conciencia y pensamiento, que es la condición que esencializa el sentido, el para qué de la universidad.
La segunda idea tiene que ver con la distinción o, mejor dicho, jerarquización de la autonomía, pues entiende que hay otra autonomía al amparo y necesaria a la primera, la que se deriva de las formas de gobierno y la organización administrativa interna para cumplir el fin esencial. Tiene claro que el carácter de la institución no debe estar “…ligado a la vida de un individuo o de un grupo, ni a la defensa particular de una teoría, sino a la realización de un propósito permanente de cultura.”
La expresión de autonomía en esta segunda versión tiene el propósito de evitar, a toda costa, que la vida universitaria sea presa del dominio dogmático de cualquier signo, pero también la de frenar los desatados intereses y apetitos políticos y económicos de los generales revolucionarios, partidos políticos, iglesias y redes clientelares de los poderes públicos. Imagino cómo se removería inquieto Gómez Morín, decepcionado hasta la médula, si leyera el complejo entramado de la red de individuos y grupos que participaron y lucraron con el principio de la autonomía universitaria en el fraude conocido como la Estafa Maestra.
El abogado que defendió con una política de austeridad institucional -y personal- el derecho a la autonomía universitaria había abrevado, como es sabido, del pensamiento y los libres debates que El Ateneo de la Juventud convocaba, ahí descubrió que México existía en realidad, una verdad que “La política colonial del porfirismo nos había hecho olvidar”.
¿Qué olvidamos los mexicanos de nosotros mismos durante el régimen neoliberal…?
Cuando Gómez Morín invoca el para qué de la universidad, se refiere a “el fin perenne” de enriquecer y transmitir la cultura. No era que alguien le hubiese escrito el discurso, sabía, sentía la cultura, creció intelectulamente junto a Ramón López Velarde, Saturnino Herrán y Enrique González Martínez. No había manera de ser rector de la Universidad Nacional de México sin ser, al mismo tiempo, un reconocido miembro del mundo intelectual del país. También es pertinente aquí, casi desde el principio, hacer una distinción entre las formas de gobierno de la UNAM que, en buena parte, como resultado de una crítica muy aguda y, por la otra, de una opinión pública muy alerta (la de los medios de la Ciudad de México), casi siempre eligen a un destacado hombre de ciencia para encabezar la nave; quiero decir, la UNAM ha sabido dar signficado, comunicar un horizonte de sentido que cohesiona polémicamente a la comunidad universitaria.
Han tenido entre sus filas a Jaime Barros Sierra y a Pablo González Casanova, quienes, en momentos críticos para la defensa de la autonomía universitaria, cuando las tentaciones del poder del Leviatán amenazaron con violentar y destruir la autonomía, convocaron a la primera rebelión universitaria contra el patrimonial Estado mexicano. En muchos sentidos son el símbolo de una generación, del movimiento estudiantil de 1968 que abrió camino a la lucha por los derechos políticos, por la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión.
Quizá la historia de las universidades públicas y autónomas de los estados no sea tan afortunada, y, menos aún, durante las últimas tres décadas. Es muy conocido cómo los gobernadores extendieron, con frecuencia, su poder político en las figuras de los rectores y el cuadro administrativo más próximo a él. El patrimonialismo semiburocrático parece virar del tipo ideal a la realidad real en la historia de algunas universidades mexicanas: una fachada racional-legal y un ejercicio patrimonial del poder político.
En sentido contrario, lo que la universidad moderna de América Latina reclama, a partir de la segunda mitad del siglo XX, como su corazón, es la crítica propia del espíritu ilustrado. Y el oxígeno que da vida a la sangre del sistema, el sístole y el diástole, proviene de la libertad de construir y deconstruir, sin pensamientos condicionados, los fundamentos y abismos de todos los saberes. La libertad de la crítica sobre la esencia de la verdad del ser, sobre el sueño de las ratas, sobre la biología molecular, la biotecnología, las particulas elementales, sobre los niños sagrados de María Sabina, sobre el arte, sobre la historia, sobre lo humano y sobre lo divino. Sin crítica, escribió Gómez Morín cuando la Universidad Nacional de México estaba asediada por el credo estatal, sólo “…se obtendrá el mezquino resultado de una mera repetición rutinaria y desvitalizada.”
Me detengo, hago una pausa en esta consideración y recuerdo el par de palabras aladas que Octavio Paz convirtió en comunión y esencian, dan esencialidad a la palabra universidad y a la palabra autonomía. La primera es la palabra pasión, es la disposición emotiva, es un estado de ánimo que desbroza y abre camino, como un impulso amoroso juvenil por comprender la esencia de la verdad del ser. La segunda es la crítica, el arte moderno, racional y apolíneo, de buscar y descubrir y, a veces, derribar, las estatuas, los ídolos de pies de barro (con sus grandes y pequeñas verdades), a los que Cronos, el tiempo decisor y justiciero, entierra o desplaza: pasión crítica.
La autonomía universitaria con respecto del Estado, entendida como el ejercicio libre de la crítica, está posicionada jerárquicamente, en primer lugar. Es el cuidado del ser universitario: nos va la vida en ello. Es la idea de garantizar las libertades del pensamiento humanístico y de experimentación técnica y científica. Nadie lo puede olvidar, en países como los nuestros, los dogmas de todos los signos, propios de los inveterados cacicazgos políticos, son una amenaza sistemática contra el pluralismo epistemológico y contra la educación intercultural, pues los credos suelen invisibilizar, rechazar y hasta negar la ontología de la diferencia, el derecho de los otros, que somos nosotros, a existir dignamente sobre la faz de la tierra. La defensa de la autonomía del Estado se legitima, pues, en mi opinión, en la leyenda de mantener vivo el fuego de la pasión crítica.
El lapso de fin de siglo e inicio de la presente centuria he vivido el privilegio de ser profesor universitario, de pizarrón, borrador y gis. Volvería a serlo en otras posibles vidas y mundos, amo lo que hago, porque me abre, en la cotidianidad, horizontes de poder ser lo que en libertad he decidido ser. Sin embargo, de manera imperceptible, subterránea, algo se revuelve en mi interioridad cuando leo al inquietante filósofo Peter Sloterdijk. Me refiero a la idea de que los canones literarios terminan por domesticar a los domesticadores, a los sacerdotes y a los profesores que los leen, difunden y pasan la vida repitiendo, una y otra vez, sus fundamentos. Y piensa con Heidegger y contra Heidegger, en torno al cuidado del ser, pero no deja al ser humano el pastoreo, sino que devela la presencia de un amo que, a través de la lectura y la escritura del Canon, nos domina y domestica. Un amo que nos domina a través del lenguaje.
Tres décadas en la Universidad Autónoma de Puebla me permiten saber que, desde su origen, la institución ha sido el teatro, a veces bufo y a veces trágico, de los más opuestos extremos axiológicos. Desde su origen en el siglo XVI, como Colegio del Espíritu Santo, la institución representó el primado del catolicismo, del tomismo aristotélico, con su trivium y su cuadrivium en el centro de la enseñaza y el aprendizaje. Fueron trescientos años de dominio católico y fue así, aunque de manera cada vez menos vinculante, hasta la primera mitad del siglo XX.
La segunda parte de la centuria estremece al planeta con gritos y demandas de libertad e igualdad políticas, en esa vorágine Puebla comienza su camino a la modernidad. Las incertidumbres filosóficas y éticas de la posguerra no dejaban ídolos con cabeza. En ese maremagnum se enfrentaron dos cosmovisiones, la católica, que sacaba a pasear las veladoras cuando escuchaba hablar de laicidad y comunismo. Contraponían una profunda y arraigada creencia religiosa en el pueblo de México con el ideal de un modo de producción. No es el momento, pero la historia muestra la compatibilidad axiológica de ambos proyectos salvíficos. La condición es dominar, en ambas, la soberbia que la voluntad de verdad absoluta, que es la voluntad de poder de la moral, siembra en ambas propuestas humanistas. La soberbia los llevó al enfrentamiento y hubo vidas que lamentar.
El laicismo y el comunismo comparten la idea de una educación sin la verdad absoluta de Dios en las aulas. La ciencia es el himno que las aproxima. Esos fueron, en términos muy generales, los impulsos emotivos que posibiltaron la autonomía universitaria en 1956 y, tiempo después, conformaron el Movimiento de Reforma Universitaria en 1961 -luego de una represión estatal contra estudiantes que participaron en una marcha de solidaridad con la Revolución Cubana.
Preludio de lo que sería, a partir de 1975, la universidad crítica, democrática y popular. Un periodo muy rico en experiencias políticas e intelectuales de todo signo, porque aunque el canon y el ethos era marxista (bolchevique), había espacios para el conocimiento y debate del eurocomunismo e, incluso, de Max Weber y, en el extremo, una oxigenante caterva de heideggerianos publicaban una revista, Espacios, que transformó mi comprensión de las ciencias sociales y me introdujo en la lectura autodidacta del pensamiento de Martin Heidegger. Nunca como en ese periodo las ciencias sociales y las humanidades tuvieron tanto cuidado, ni las publicaciones, libros y revistas, fueron tan promovidos y apoyados por las autoridades universitarias.
Vendría después la ideología neoliberal a convertirse en el fundamento y brújula de las políticas universitarias. Un periodo de más de treinta años.
El punto de partida lo encuentro en el reconocimento de la autonomía universitaria en noviembre de 1956. Un grupo de profesores y estudiantes liberales se organizan, luchan y demandan la autonomía universitaria, responden, inicialmente, al intento de Rafael Ávila Camacho, gobernador del estado, de militarizar la Universidad de Puebla. Quizá porque su hermano, el general Maximino Ávila Camacho, había elevado, en sus tiempos de gobernador, el Colegio del Estado (1925) a Universidad de Puebla (1937), tal vez porque su otro hermano, el general Manuel Ávila Camacho, había sido presidente de México o por la ciega voluntad de poder, imaginó Rafael que tenía derecho a militarizar la universidad.
De esa manera quería poner paz a los encendidos jóvenes, hombres y mujeres, que debatían y se movilizaban, porque comprendían que sin la autonomía del Estado, sin libertad para la crítica, no habría lugar para ningún pensamiento digno. La resistencia de la comunidad universitaria logró la hazaña de arrancarle el reconocimiento oficial de la autonomía y fue de manos del propio gobernador que antes la había sitiado.
Años después, la lucha entre el Frente Universitario Anticomunista, de raíces católicas, y el Movimiento de Reforma Universitaria, de filias liberales y comunistas, se decide en favor del aire de los tiempos y la universidad reafirma el carácter laico y autónomo de la educación en 1961. El triunfo de la Revolución Cubana ilumina a los jóvenes líderes del movimiento y muy pronto son invitados a la isla algunos de sus líderes más destacados, entre otros, Luis Rivera Terrazas, Enrique Cabrera Barroso, Erasmo Pérez Córdoba y Julio Glockner. Esa historia turbulenta, y en muchos sentidos originaria, desemboca, con el arribo de Luis Rivera Terrazas a la rectoría de la BUAP, en 1975, en un giro ideológico dominado por el canon y el ethos marxista, que duró hasta 1989. Era una forma de gobierno aún en ciernes, de puertas abiertas a la juventud mexicana y, en su condición de infante, fue destinada a morir, en sacrificio, en el altar de Moloch.
Sin la violencia estatal a la autonomía de la vida universitaria el viraje hubiese resultado imposible.
El canon y el ethos neoliberal se coronó, literalmente, en la Universidad Autónoma de Puebla, a fines de los ochenta y principios de los noventa, con la polémica destitución del rector Samuel Maplica Uribe en 1989. La universidad fue el plató para montar una antigua y exitosa política de Estado contra las universidades públicas, en particular contra las identificadas como centros de estudios marxistas, feministas, rebeldes, anarquistas, etcétera. Y con el mismo guión con el que Gómez Morín sufrió el asedio presupuestal contra la Universidad Nacional de México en 1934, el Estado rodó la película contra la universidad crítica, democrática y popular en 1989.
El desenlace, sin embargo, fue diferente, porque en un caso condujo a la puesta en escena de un drama épico, ejemplar, de la fuerza de la comunidad universitaria que corona con la victoria la lucha por la autonomía de la UNAM, y, en el otro, lamentablemente, termina en un drama oscuro, con la destitución de Samuel Malpica Uribe y el arribo del credo neoliberal. El marxismo vio eclipsada su estrella, pues el poder soberano global necesitaba otra formación para los seres humanos, la promesa de la emancipación proletaria había tocado a su fin en las aulas. Así quebró el Estado mexicano a las pocas universidades del país que se resistían a adoptar el nuevo ethos y canon literario.
La crisis de la universidad fue adjudicada erróneamente a las personas, a los actores, y se pensó ingenuamente que un desplazamiento de personalidades volvería la universidad a la normalidad. Nada más ciego, enfrente de nosotros teníamos el vaho de la bestia rubia, un proyecto político inscrito en un orden global, es decir, bajo el dominio financiero del nuevo poder soberano. De manera invisible, subterránea, emergía una enorme ruptura histórica con el pasado inmediato de la Universidad Autónoma de Puebla.
En suma, la historia de la BUAP, como algunas de las universidades más antiguas del país, ha experimentado, por lo menos, la presencia de tres humanismos: el católico, el marxista y el neolioberal. A esa narración humanista, piensa Peter Sloterdijk, le faltaría una genealogía que desoculte la muy probable figura de un amo como pastor del ser, como voluntad omnipotente detrás de la nobleza de los cánones humanistas. Sloterdijk, el infante terrible de la filosofía occidental, como ya dije, interpreta el estudio de los cánones, la lectura y la escritura, como estrategias antropógenas, antropotécnias formadoras de voluntades, métodos de embrutecimiento que convierten a los humanos en útiles, disponibles, entes a la mano.
¿Qué tan próximas se encuentran las universidades de convertirse en parques, en criaderos humanos…?
Lo que cuento es parte, más o menos cercana, a la historia de las demás universidades públicas, autónomas del país. Las autoridades universitarias fueron dominadas, en la búsqueda, en la puja por el presupuesto federal y estatal, por la dictadura del poder legislativo, por los partidos políticos y por los gobernadores de los estados. El poder soberano, derivado del Pacto por México, por ejemplo, incluía la desaparición real de la autonomía, de la crítica, de la filosofía de las universidades. La nueva iglesia venía para evangelizar, para sembrar la semilla de la Universidad del Rendimiento, cuya base es el sujeto del cansancio infinito.
El sujeto del rendimiento apareció en todas las latitudes del cosmos universitario nacional. En las más inimaginables representaciones los universitarios nos convertimos en protagonistas de Tiempos modernos y de Metrópolis. El movimiento incesante, cansino, sin pausa, siempre deficitario de los parámetros de productividad académica, siempre al borde del burnout. Una manera de actualizar El mito de Prometeo, el del eterno martirio por desobedecer a Zeus, por amor a la raza fugaz de los humanos.
Conducido al aparato psíquico, como sugiere Byung Chul Han, el mito puede ser reinterpretado por el sujeto del rendimiento, como un ente en constante tensión, propicio a patologías neuronales, “…que se violenta a sí mismo, que está en guerra consigo mismo”. Ese útil, siempre a la mano, con su ethos se siente en libertad, pero está atado con cadenas más poderosas que las que Hefesto hubo de ponerle, contra su voluntad, a Prometeo -por órdenes de Zeus.
El águila devorando el hígado del dios es el alter ego, el otro yo, con el cual se encuentra en guerra permanente, “es una relación consigo mismo, una relación de autoexplotación”. Es el dolor que crece, que forcejea interiormente, dentro del profesor y el estudiante, para cumplir, a marchas forzadas, en contextos adversos, los parámetros de eficiencia académica de la OCDE o de las pruebas PISA. Prometeo es la figura originaria de la sociedad del cansancio, de un cansancio infinito, el agotamiento que brota del dolor de saber que, de manera cotidiana, construimos una vida impropia.
Al llegar aquí me pregunto, sin ánimos de desafiar a nadie, si la autonomía, entendida como garante del libre ejercicio de la crítica, no ha sido, en los hechos, una suerte de ficción. Un cómodo autoengaño para apaciguar la conciencia, una ilusión que anidó, de diferentes y entrañables maneras, en el imaginario colectivo de las comunidades universitarias.
No hablo de desconocer, dios me libre, las heroicas gestas en defensa de la autonomía universitaria que se produjeron, casi en cada estado de México, durante los años sesenta y setenta del siglo XX; por el contrario, quiero encontrar el momento en que se perdió esa brújula libertaria. ¿Cuándo los dogmas de la razón técnica, los racionalismos administrativos y políticos se apoderaron de las universidades…?
Ahora que vuelve al escenario, al debate público, la invitación a la defensa de la autonomía universitaria, yo también me pregunto, confundido, antes de tomar partido, quién es quién en esta disputa por la universidad.
¿Cómo piensa Manuel Gómez Morin la cuestión?
Escribe que los órganos de representación y decisión de la universidad, la administración de la misma, sí “esta sujeta al Poder Público como todas las personas e instituciones que viven en el Estado…está obligada a acatar las disposiciones y resoluciones legislativas, judiciales o administrativas, en todo aquello que no se refiera al orden interno de la Universidad misma, amparado por la autonomía”. No obstante, al mismo tiempo, reconoce enfáticamente el derecho que asiste a la Universidad, por la vía de sus autoridades y órganos de decisión, para recurrir a los tribunales de justicia, para defenderse de la intromisión de los poderes públicos en lo que corresponde al fin esencial de la comunidad universitaria.
Una pregunta para tratar de pensar esta cuestión podría ser la siguiente: ¿Los requerimientos de auditoria, de parte de los poderes públicos, a las cuentas de las universidades autónomas forman o no parte del orden interno amparado por la autonomía?, ¿de qué manera afectan esas demandas la misión central de la universidad…? ¿De cuál autonomía, de las dos que distingue, en jerarquía, Manuel Gómez Morín, estamos hablando? ¿La autonomía del pensamiento con respecto al Estado o la de la autonomía para la administración de la misma?
Tengo la fuerte sospecha de que la realidad, frecuentemente nihilista, insiste en documentar la transgresión de todos los valores en las universidades autónomas y públicas de México, de tal manera que la autonomía que imaginó Gómez Morín fue invertida, puesta de cabeza. Esto es, la autonomía de los cuadros dirigentes para decidir sobre la administración del presupuesto público es ahora, en algunas universidades mexicanas, el valor jerárquico que ordena la vida de la comunidad, muy por encima del olvidado principio de la autonomía para la crítica y la libertad de pensamiento.
En ese laberinto me pregunto y les pregunto: ¿Qué axiología es la que que vamos a cuidar, a proteger, cuando nos invitan a la defensa de la autonomía universitaria…?
Y, con Sloterdijk, no dejo de preguntarme si las universidades autónomas y públicas, en la medida que se encuentran dominadas por un canon y por un ethos, no devinieron hace tiempo en criaderos humanos, en los que un sonriente ganadero tecnotrónico, el amo, decide los métodos de engorda, alimentación y destino del parque humano. No es el ser humano el pastor del ser como enseña Heidegger, la figura hegeliana del amo y el esclavo vuelve a la interpretación de la historia, para afirmar la presencia de un gato gordo y pestífero detrás de todo esto. Es el dominio de una voluntad incondicionada de poder sobre nosotros y, pensando en nuestro tema, al acecho de la autonomía universitaria.