Como objeto a evaluar, de modo que se pueda conocer su realización en el largo y conflictivo tiempo social y en el tiempo biográfico que encierra la experiencia de desarrollo cada alumno y de cada alumna –y en todo ese tiempo, el desarrollo de los docentes y los directivos, pues la educación es un hecho de convivencia que forma a todos-, y de modo también que se pueda promover el aumento progresivo de su calidad, la educación plantea una tarea muy exigente debido a su propio contenido y objetivos. Su complejidad no le viene de las políticas educativas, sino al revés; estas han de ser adecuadas a la naturaleza de la educación. Para comprender la complejidad de la educación y lo que debe hacerse para su realización basta leer con calma y reflexionar en los principios del artículo tercero constitucional y lo que prescribe el artículo 7° de la Ley General de Educación. Esa lectura y reflexión seguro que llevarán a inferir las implicaciones teóricas y prácticas de hacerse cargo de la acción de educar.
La exigencia de la tarea educativa puede ser observada en dos planos que son distantes en su nivel de abstracción pero que son inseparables filosófica y jurídicamente: de un lado, lo que establecen los artículos constitucionales que se ocupan de la educación –ya de modo directo como el tercero, o de modo indirecto como el 24, 25 y 26, entre otros-, y del otro lado, lo que expresa el currículo como organizador del trabajo de la escuela, incluyendo en ello el currículo definido para el tipo especial de escuelas que forman a los docentes. Además, esta visión centrada en el derecho a la educación y sus exigencias da lugar a la necesidad de otro tipo de escuela de la prácticamente no se habla: una que debe ocuparse de formar a los directivos, pues las capacidades de estos no son un producto natural de la experiencia docente, sin que este elemento deba ser minusvalorado en el desarrollo profesional. Debe haber motivos poderosos y planes de acción bien estructurados para justificar que un buen maestro deje el salón de clases.
Estos elementos fuente de lo que pretende la educación y que a la vez son imagen material de la misma porque a partir de ellos será posible hablar de su calidad, es decir, que con posterioridad a la experiencia de aprendizaje serán parámetros fundamentales para valorar aquélla, tienen como origen una sociedad política y económica desigual, pero deben vincularse sustancialmente con la equidad en dos momentos: primero, el momento de preparación de la acción educativa en todos los niveles del sistema escolar y de la administración pública, de modo que se organicen adecuadamente las condiciones de la labor de la escuela para que de ellas pueda decirse tanto que son equitativas como que su dinámica está orientada al acrecentamiento de la equidad.
El mandato constitucional de ofrecer educación de calidad con equidad es un potente organizador de los elementos de la educación, sí, pero como se trata de una obligación del Estado, debe admitirse, debe aceptarse también, que su potencia alcance a la organización de la acción del gobierno en todos sus ámbitos, de modo específico, en todos los que concurren en la elaboración e implementación de las políticas educacionales. Al mencionar sólo al Estado no se está dejando de lado a la sociedad, pues aquél no existe sin esta; todo lo contrario, existe para bien de ella. Lo que hace falta es la apertura de los gobernantes para incorporar en sus acciones las demandas específicas de la sociedad o de grupos de ella, sin que esto signifique que se dé paso a intereses contrapuestos o desintegradores de la escuela, pues el objetivo de toda participación social ha de ser el de realizar el derecho a la educación precisando las necesidades que deben ser atendidas, es decir, afinando la relevancia del servicio educativo de acuerdo con todos los valores de la democracia, de acuerdo con el conjunto de los derechos.
El segundo momento en el que los elementos fuente de la educación deben vincularse con la equidad es cuando la educación se realice y dé como fruto una formación de los ciudadanos y las ciudadanas que les ayude a ser conscientes de su dignidad por haber vivido una experiencia pedagógica enmarcada en el objetivo de la equidad, lo cual fortalece la pertinencia, cualidad que colabora a que la sociedad avance hacia la equidad de manera continua, gradual. Con esto se hace visible que se trata de crear un círculo virtuoso entre lo abstracto de los postulados jurídicos y las cualidades de la persona y de la sociedad en términos de equidad y de convivencia democrática.
Esta sociedad que forma así a sus ciudadanos y ciudadanas, fortalece su convivencia con el conjunto de valores que sustentan el derecho a la educación y tendrá la capacidad, también gradual, de retroalimentar o reconstruir sin pausa, sin descanso el currículo, como medio de formación, como guía de la vida escolar, de tal forma que se borre la diferencia entre los currículos, es decir, que el vivido no se oponga al planeado, o en otras palabras, que deje de haber un currículo oculto. Será una escuela abierta en una sociedad abierta.
Esto permite volver al origen de la presencia de la equidad en el artículo tercero constitucional: su incorporación como valor a la configuración de los que ya definían el contenido y fines del derecho a la educación, expresa el reconocimiento político de que uno de los grandes problemas de la sociedad, si no es que el fundamental, es la desigual participación de los ciudadanos y las ciudadanas en la producción y aprovechamiento de las relaciones sociales, económicas y políticas que la estructuran.
La presencia de la equidad en la ecuación de la calidad de la educación indica la necesidad de una transformación moral del servicio educativo, el cual está muy influido, y más, determinado en algunos de sus elementos, por lo que ocurre afuera de la escuela. Esto no es nuevo, ha acompañado la historia de la creación del servicio educativo. Lo nuevo está en la perspectiva de la equidad como lugar desde el cual juzgar la calidad.
A modo de conclusión, puede afirmarse que cuando se realizan el aprendizaje y la equidad y estrechan en la praxis su relación como lo expresa la fórmula CE = ae (la calidad de la educación es igual al aprendizaje multiplicado por la equidad), es entonces que se construye como experiencia personal y como bien social el derecho a la educación, porque esta ha incorporado sustantivamente los principios de dignidad e igualdad ciudadana y, por la presencia activa de ellos diseñando y ofreciendo el servicio educativo, ha operado una transformación moral de la sociedad y del gobierno.
En ese entonces, el ciudadano y la ciudadana están aprendiendo por medio del currículo escolar y, lo que es de mayor alcance, por las relaciones sociales, políticas y económicas. Aprendizaje y equidad son dos fines de distinto alcance, subordinado el primero al segundo. Su vínculo es tan íntimo o constitutivo, que sólo por su relación ocurre el ansiado valor social, político y escolar al que se da el nombre de calidad de la educación.