Discrepo de la forma en que el presidente ha tocado el tema: las generalizaciones burdas, y sin conocimiento fundado, lo demuestran. A su vez, no coincido con quienes defienden un valor constitucional a preservar, sin duda, por el bien del país, cuando su discurso es semejante al que objetan: carente de crítica y generalizador a pasto. Suelen decir, por ejemplo, que, per se, asegura la participación cotidiana de todos los universitarios en las decisiones. ¿En serio?
Es paradójico que el rechazo a la posición del ejecutivo, pase por alto lo que sucedió con la autonomía en los decenios anteriores. Sin declaraciones tronantes en las mañanas, hubo gran desconfianza del ejercicio autónomo de los proyectos universitarios.
Con la instauración y crecimiento del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), se afectó, y no poco, la facultad constitucional que se otorga a las universidades para decidir los términos de ingreso, promoción y permanencia del personal académico. Luego de la crisis salarial de los ochenta, limitados los incrementos contractuales, las instituciones auspiciaron que su personal de tiempo completo ingresara al SNI. Sale del interior el diseño de las carreras académicas pues hoy se rigen por los criterios de evaluación de ese sistema, externo, con independencia de los objetivos de las instituciones.
Reducidos los presupuestos a los gastos elementales, se operó con fondos de financiamiento concursables, establecidos por la SEP y Hacienda, para el desarrollo de la investigación y otras funciones. Se obtenían al contar con “rasgos de calidad” definidos por instancias distintas a las establecidas en las leyes y reglamentos orgánicos.
El Programa Nacional de Posgrados de Calidad, valora su nivel de competencia (del que derivan las becas para quienes en ellos estudian); lo conducen instancias foráneas a las universitarias. Para ser reconocidos como de excelencia, la cantidad de docentes adscritos al SNI es fundamental: las regulaciones no autónomas se refuerzan.
El Programa de Cátedras para jóvenes académicos hizo que el CONACYT se convirtiera en el patrón —externo otra vez— de esas personas, aunque laboraran en las IES autónomas, pues decían que “…las instituciones harían mal uso de los recursos para plazas, porque hay mafias que cooptan esos recursos para sus clientes y parentela”. ¿No coincide esta visión con lo expresado por el presidente?
Las empresas acreditadoras, con esquemas de evaluación no decididos por las universidades, certifican si los programas de licenciatura son “de calidad”; la relación entre la cantidad de programas aprobados y la recepción por parte del ejecutivo de fondos adicionales, era directa.
Intento mostrar que, con base en concepciones muy similares a las expresadas por AMLO, durante decenios la autonomía universitaria fue constreñida de manera considerable. Los defensores sin matices de la autonomía en nuestros días, ¿criticaron esta forma de operar? ¿Sintieron que había una injerencia del gobierno, inaceptable —una afrenta— a la condición autónoma? No. Muchos coordinaron, apoyaron y ensalzaron ese proceder que se inspira en razones casi idénticas a las que hoy les parecen injustas y riesgosas.
En el debate actual, dejar de lado la consideración de 35 años sin que se respetara la norma constitucional, es incoherente. Salvo que se suponga que la autonomía ¡incluye la facultad de renunciar a ella!, cuando la injerencia gubernamental es del agrado de quienes gobiernan y controlan las instituciones. Sería absurdo.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
@ManuelGilAnton