Una lección muy importante de la obra del astrónomo Johannes Kepler (1571–1630), además del aporte enorme de las leyes sobre el movimiento de los planetas, fue la batalla que tuvo que dar, consigo y sus contemporáneos, para romper un prejuicio derivado de los designios de Dios: el círculo era la forma perfecta a la que deberían ajustarse los móviles y, por supuesto, las órbitas planetarias. Era decreto indudable. Colaboró con Tycho Brahe, quien durante años registró con todo cuidado, los giros de los planetas.
Al morir, legó a Kepler todos los folios en que constaban sus observaciones y, con base en ellas, más la noción circular a la que deberían ceñirse los desplazamientos perfectos, continuó el arduo trabajo. Dicen los que saben que al fijarse especialmente en los andares de Marte, y en extraños movimientos de Mercurio, el esfuerzo de Johannes por ajustar las órbitas a circunferencias no funcionaba. Había algún error. Si el juicio previo de la eminencia del círculo era incuestionable, ni hablar: a revisar notas, observar otra vez para ubicar bien los traslados. El traspié, pensaba, estaba en los registros, no en la expectativa del único acomodo posible: redondo.
Porfiar se le daba, pero llegó el momento inevitable de la ruptura. En lugar de insistir en que todo “cuadrara” en el círculo, halló otra forma geométrica: la elipse. Entonces lo observado se organizó: los datos demolieron el prejuicio. Se pasó de la noción del Sol como centro, y la traslación de acuerdo a una circunferencia, a la de las órbitas elípticas que ahora sabemos y aceptamos. Sin el abandono del dogma circular, el avance en el conocimiento hubiera sido imposible.
De manera análoga, en la cuestión educativa es dominante hoy un gran prejuicio: el círculo. En él hay un centro ocupado por las y los profesores. Por ello, lo “central” en el diagnóstico, y en el remedio de todos los males, reside ahí. Desde ese punto, se conforma el área de la enseñanza, y como los actores centrales, por definición geométrica, son los responsables del asunto, en ellos se concentra la raíz del mal: no son idóneos todos, y se enrumban acciones de gran calado: por ejemplo, evaluar para separar a los aptos de los ineptos; que los idóneos orienten a los inadecuados y cambien. Si no es a la una, o a la segunda, a la tercera es la vencida: te quedas o adiós.
Colocar al magisterio en el centro, como el punto a cambiar para que todo se transforme, y considerar lo demás periférico y menor en la concepción del problema y la estrategia de solución, funciona como algo evidente: dogma. Si además, para arreglar las cosas, se emplea la evaluación reiterada y masiva de los docentes como condición no sólo necesaria, sino suficiente pues con ello basta, la terca realidad va a resistirse: así, no. Tal concepción opera como obstáculo en el entendimiento del proceso. Hay que modificarla o la estrechez de miras hará imposible una reforma educativa, tan necesaria.
Si ubicamos como eje crucial la relación entre los profesores y los alumnos, el dilema es el vínculo pedagógico y, por ello, resultan cruciales los programas de estudio, la infraestructura y el ambiente escolar, la formación inicial y continua del magisterio en su profesión; así, sería fértil una evaluación culta y factible entre pares que, al entrelazar estos elementos, genere el campo posible y exigente del cambio, esto es, el espacio del aprendizaje, no la ilusa “transmisión del saber que se reparte”.
Romper con el prejuicio de un solo factor, para ensanchar el área y los elementos en juego, abre la mirada y convocaría a lo mejor del magisterio. Entusiasma y exige, no asusta. Los convocaría como socios. Urge un Kepler educativo, frente a la obsesión deificada de un círculo que ahoga, por angosto y parco, el horizonte del aprendizaje que nos urge.
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