En su artículo de la semana pasada en Campus (682), Juan Domingo Argüelles, nos habla de dos destacados intelectuales que dejan que desear como personas. Uno de ellos es el escritor argentino Ernesto Sabato (n. 1911) y la otra es la periodista e investigadora canadiense Naomi Klein (n. 1970).
Por testimonios de otras personas, se dice que Sabato era oportunista, arrogante y vanidoso, a pesar de los dotes literarios que Argüelles le atribuye y reconoce. Sobre esta incongruencia, nuestro compañero de Campus reflexiona y dice que “[s]i la estética nada tiene que ver con la ética, entonces muy poco tiene sentido”.
Me intriga que el humanismo que pudiera otorgarle a Sabato ser un hombre de letras no le alcanzó para vivir en armonía con los demás. Recuerdo que en el Manual del distraído, Alejandro Rossi (n. 1932) escribió: “Cuando yo era adolescente pensaba que los grandes escritores eran personas incapaces de maldad”; sin embargo, este razonamiento era “simple y falso”. Rossi dice haberse desmentido al saber que el poeta español Ramón María del Valle-Inclán (n. 1866) había pateado a un pequeño perro que lo molestaba mientras él buscaba un libro. Los poemas no sensibilizaron a Valle-Inclán para tratar con dignidad a otras especies menos aventajadas que el ser humano.
En el caso de Klein las cosas son aún más sorprendentes. Klein es una de las voces más lúcidas de los movimientos anti-globales, sin embargo, se sabe que en sus viajes “exige” ir acompañada de su peinadora. Aunque Argüelles no da por cierta tal frivolidad, con ironía, dice que él creía que lo “mejor de la cabeza de Klein estaba dentro y no fuera: en sus sesos y no en sus cabellos”.
¿Valen menos las ideas y libros de Klein y Sabato por sus comportamientos? No creo, pero, ¿por qué ser intelectualmente destacado no equivale a ser una persona buena y humilde? Los dos casos que menciona Argüelles son más comunes de lo que se piensa en los círculos artísticos, intelectuales y universitarios. Permítanme comentar que he conocido destacadas académicas en el tema de pobreza y desarrollo humano que al viajar a los países pobres a dar espléndidas conferencias, solicitan a los organizadores boleto de avión en business class y hoteles de cinco estrellas con corredoras específicas para que se ejerciten.
Con mis propios ojos he visto también como algunos destacados investigadores educativos hablan de equidad y practican el dedazo o son profundamente machistas y clasistas. La inteligencia es limitada, sin duda alguna. Y qué decir de aquellos “académicos” que se circunscriben a la corriente marxista o de “izquierda” y mantienen en malas condiciones de trabajo a asistentes, estudiantes o discípulos. Sé de casos de algunos compañeros que han sido despedidos de sus empleos con altanería y soberbia por “comandantes” de la justicia educativa. ¿Es éste un mero problema de congruencia entre pensar y actuar? No; mas bien, es una limitación intelectual y de comprensión del mundo.
¿En dónde perdemos los académicos e investigadores la humanidad? ¿Es una cuestión personal, social o institucional la que hace que una mente brillante despliegue conductas tan deplorables como la soberbia? Este vicio “capital”, según el filósofo y pedagogo José Antonio Marina, es el “más antiguo y más moderno, porque desde el Renacimiento se instaura la afirmación del hombre como donador de sentido del universo”. ¿No es acaso la ciencia y la tecnología la que pretende usarse para dominar las fuerzas de la naturaleza? Hay entonces algo de entendible —pero no justificable— de que un científico o académico sea soberbio.
Pero así como la soberbia, oportunismo y frivolidad se personifican en algunos académicos, investigadores y escritores, también debo comentar que, en lo personal, me he topado con el lado opuesto de estos vicios tanto en México como allende las fronteras. Con aprecio recuerdo al doctor Pablo Latapí Sarre, ganador del Premio Nacional de Ciencias y Artes 1996, pedirme que le “bajara a las alabanzas” que supuestamente hacía de sus trabajos sobre política educativa en un artículo que escribía sobre el tema y que tuve la fortuna que él revisara.
Como una gran lección de generosidad vi llegar al ex director de mi tesis de licenciatura, Salvador Ruiz de Chávez, a mi examen doctoral en Inglaterra. Igualmente, con grata sorpresa presencié como el profesor Ibrahim Ahmad Bajunid, presidente de Asociación Malaya de Educación, fue a pedirle a los jóvenes estudiantes que nos guiaban en una reunión, una foto con ellos como agradecimiento a sus atenciones. La humildad es contraria a la soberbia.
En el caso de los escritores, el 18 de septiembre de 2015, recibí un e-mail de Claudio Magris para agradecerme el artículo que escribí precisamente en estas páginas (Literatura y Educación, Campus, 06/08/15) en donde hablé de su libro El Conde y del hermoso discurso que pronunció al recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances en Guadalajara en 2014. Con humildad, Magris dice que este premio instaurado en México “significa mucho” para él y me cuenta que hace tiempo enlazó en una “unidad irrepetible” de pensamiento y sentimiento, el estudio, la seriedad, la broma, el respeto hacia los profesores y también, por qué no, la ironía hacia ellos. Al aprender, no sólo usamos el pensamiento, sino también y “sobre todo”, la imaginación, asienta el escritor triestino.
Contrario a los déspotas ilustrados —y medio ilustrados—, estos personajes saben que tienen la fuerza de un gigante, como escribiría Shakespeare, pero también son conscientes que es terrible —y poco inteligente— usar tal capacidad como un gigante.