En memoria de Carlos León Castillo, un hermano.
¿Por qué invertir tiempo en leer y comentar la extensa autobiografía de un intelectual mexicano que es contrario a lo que me enseñó la UNAM, a lo que creí cuando apareció el EZLN y a lo que disfruto al leer La Jornada? Y para acabarla, es un “mamón”, dicen algunos. Precisamente por eso: al ir en contra del establishment izquierdista ¿o izquierdoide?, Jorge G. Castañeda es digno de atención. Ser crítico de ese lado del espectro político es más sano que el autoengaño.
Además, a cualquiera que le interesa saber cómo se desarrollan las políticas públicas —en mi caso, educativas—, la relación entre intelectuales y poder es un tema fascinante e ineludible. ¿En verdad los intelectuales tienen influencia sobre la vida que llevamos las personas? ¿Cuáles son esos instrumentos por los cuales un trabajador del intelecto tiene repercusiones prácticas y políticas? ¿Es “irracional”, como afirma Castañeda, pensar que “un individuo puede alterar el curso de los acontecimientos”?
Al leer Amarres perros (México, Alfaguara, 2014), uno se lleva varias lecciones en este asunto de ligar las ideas con la acción. Primero, llama la atención que alguien como Castañeda que reflexiona, piensa y escribe ensayos en revistas de difusión más que artículos científicos en journals indizados logra alborotar, en mayor grado, la gallinera política. No digo que esto sea una regla, es mas bien una excepción.
Ser escritor, “comentócrata” y profesor universitario en Estados Unidos más que un investigador nacional nivel 800 le ha permitido al ex canciller tener una marcada influencia en diversos asuntos públicos del país y de la región latinoamericana. La fórmula de su poder es compleja: fatal existencia en circuitos intelectuales y políticos, cultura cosmopolita, amplio capital social, “capacidad multitasking”, un buen olfato para refractar ideas fijas que se escudan en el término “principios” y el don de ser metiche en asuntos importantes y polémicos, constituyen parte del esquema de influencia del doctor Castañeda.
Lógicamente, para algunos académicos de pura cepa el personaje y sus fórmulas son incómodas. El Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México (Colmex), por ejemplo, rechazó en 1978 su solicitud para ser investigador. Su proyecto de investigación —defendido en la Sorbona de París— y que él mismo juzgaba como “innovador” porque cuestionaba a la teoría de la dependencia —ahora ya pasada de moda—, resultó poco atractivo para los estudiosos de ese centro de estudios. Ni la prosapia le ayudó en ese entonces al güero.
¿Es Castañeda un intelectual pragmático y sin principios? Pragmático si, pero desalmado no lo parece. Al menos eso se deja ver en el libro que dista mucho de ser autocomplaciente y humanamente correcto. Que no repita las mantras de la izquierda mexicana, ni reverencie al caudillo y que mucho menos se una al aullido de la perrada intelectual para aparentar ser “congruente”, es muy distinto que no tener coordenadas claras para la vida política e intelectual. Su crítica al régimen cubano ha sido por la supresión de libertades políticas y civiles en la isla. Por otro lado, ha escrito fuertes artículos contra el gobierno de Felipe Calderón (2006-2013) por la absurda guerra contra el narcotráfico, la cual, en términos de derechos humanos, ha dejado a México en la lona.
Cada quien lee un libro con sentido propio. En mi caso, lo que valoro del intelectual es su independencia, juicio crítico y el arrojo relativamente razonado de su acciones. “Que se ha equivocado en política”, ¿quién no?, “que es ambicioso”, prefiero eso que la falsa humildad; “que es un arrogante”, no lo sé, no lo conozco. Solo me he topado personalmente con Castañeda tres veces. Una en 1996 en el encuentro Compromisos con la Nación en donde nos invitó a varios jóvenes a llevar a nuestros cuates a la serie de conferencias. Luego en el 2000, cuando después de una presentación de un libro, en la Casa Lamm, se aventó durísimo contra un ausente Cuauhtémoc Cárdenas. Dijo —palabras más, palabras menos—, que el ingeniero era un traidor a la democracia por no declinar a favor de Vicente Fox. Me acerqué y le dije que esas palabras no le hacían justicia al inge. Él, engallado, me respondió: “Tú qué harías si hoy fueran las elecciones y tuvieras solo dos opciones: Fox o el PRI, ¿por quién votabas?”
La última vez que vi a Castañeda fue el 14 de octubre de 2004, en su casa de campaña de la Condesa. En esa ocasión, invitó a Observatorio Ciudadano de la Educación a comentar su apartado sobre educación del libro Somos Muchos. Entonces tuve la fortuna de ir con María de Ibarrola a discutir la plataforma del entonces candidato independiente a la presidencia. De sus propuestas destaqué su visión de considerar a la educación como algo más amplio que un factor necesario para impulsar el crecimiento económico; sin embargo, también le expresé mis dudas sobre sus propuestas de tratar de ajustar, por medio de exámenes nacionales, la oferta educativa con las demandas del mercado laboral. También critiqué la idea de que mediante un “examen nacional” se pudiera detectar la vocación de los jóvenes que aspiran ir a la universidad y así colocarlos en una determinada institución universitaria.
En estos temas parece que a Castañeda se le olvidaron los rígidos métodos de planificación educativa que los regímenes comunistas utilizaron y que demostraron ser un fracaso. Los intelectuales también se equivocan.