Cuando no vemos con nitidez el rumbo por el que nos lleva un camino; si hay “polvo en el viento” de tal manera que el contorno de la calzada no se alcanza a ver del todo; en el caso que ante la pregunta sobre el proyecto que un gobierno tiene sobre algo importante la respuesta no sea precisa, estamos en los linderos de la duda: nos encontramos en el terreno de la incertidumbre. ¿Para dónde vamos? ¿Qué proponen?
Creo que es el caso del proyecto educativo de la administración actual. Luego de 5 meses entre las elecciones y la toma del poder, más 9 a cargo, ya, del poder ejecutivo, no sabemos, a ciencia cierta, cómo se conducirá el complejo proceso educativo que el país requiere si, como se anticipa, una transformación muy profunda está en marcha.
Sin duda hay cuestiones claras, que permiten atisbos de una dirección adecuada. Por ejemplo, en la iniciativa para reformar el articulo 3º. de la Constitución, resulta muy positivo —y deriva de la resistencia incesante del magisterio— el abandono de la propuesta errónea que postuló que la evaluación, por sí misma, conduce a la calidad, y que el único factor a modificar, desde arriba, para lograr mejoras en el aprendizaje, residía en las maestras y los profesores de la escuela pública. Optar por la formación, en lugar de la examinación a diestra y siniestra, es un gran acierto. Otros aspectos del texto constitucional son alentadores: entre otros, reconocer la importancia de la educación inicial, y ampliar la cobertura en educación superior asegurando su gratuidad. Es preciso reconocerlo.
Otros rasgos preocupan: ¿por qué el equipo a cargo del sector educativo propuso al presidente una reforma pragmática, sin aprovechar la transición para elaborar una estrategia programática? Una cosa es generar cambios legales orientados a que “pasen” en el congreso, y otra, tomar el riesgo de plasmar, en un proyecto de transformación profunda, el horizonte educativo renovado que entusiasme y permita imaginar —más allá de frases hechas— otro transcurso por las aulas, un ambiente distinto de trabajo en las escuelas y una noción del saber que, incluyendo sus beneficios prácticos, se lanzara a buscar, como eje, el bienestar que deriva del acceso al saber y la cultura. La iniciativa del 12 de diciembre de 2018 no cumplió con estas características, ni con el cuidado en su redacción y contenido.
Hay aspectos que no auguran los avances prometidos: hasta donde se sabe, las leyes secundarias que requiere la nueva Ley General de Educación, no se ajustan a lo propuesto en la Constitución. El organismo para la Mejora Continua de la Educación, diseñado para operar con la suficiente distancia y libertad de las autoridades, parece que estará sometido a un control que lo limita, y no poco. Los procesos de la carrera para las y los maestros, en lugar de ser construidos con profesores y maestras que saben bien lo que se requiere para coordinar procesos de aprendizaje en las aulas, conducir a un equipo docente o a una zona escolar por rumbos fértiles, han sido, al parecer, elaborados con quienes, durante años, han suplantado al magisterio: los líderes sindicales corruptos, asociados con “autoridades” educativas impresentables.
Y otras cosas asustan: hace unos días, el secretario de Educación dijo, en un video, que la educación es universal, pues “en México, todas las voces caben, siempre y cuando tengan una base científica”. Es un error: la noción de educación universal remite a que tengan acceso todos. A lo que se refiere el funcionario es a las características de los conocimientos que se incluyen en los planes y programas de estudio. Yerros así no son triviales: confunden. ¿Para dónde proponen ir? Urge saberlo.