En uno de mis seminarios del Doctorado, tuve el gusto de leer la tesis Los saberes docentes de maestros en primarias con grupos multigrado de Paola Arteaga Martínez, que obtuvo el reconocimiento del Consejo Mexicano de Investigación Educativa (COMIE) como la mejor tesis de posgrado sobre Educación, categoría maestría en el bienio 2009-2010.
Como su nombre lo indica, las escuelas multigrado son aquellas en las que un maestro trabaja simultáneamente con alumnos de distintos grados. Al encontrarse especialmente en las zonas rurales que generalmente se encuentran en una mayor marginación en comparación con los contextos urbanos, se les ha visto como escuelas de menor calidad o escuelas incompletas, llegándose a considerar como un proyecto educativo tendiente a desaparecer, cuando la realidad es que las escuelas multigrado se encuentran en todo el mundo, tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo; por ejemplo, en España representan el 23% de las escuelas primarias; en Irlanda, el 40%; en Inglaterra, el 25%; en Francia, el 22%; en Finlandia, el 32%; en Perú, el 73%; en Brasil y Guatemala, el 50%; en Colombia, el 45%; en China, el 36%; en los Estados Unidos, el 17% y en México el 48%.
Leer este magnífico trabajo me recordó un capítulo en mi vida que yo tenía, o creía tener, olvidado:
Cuando yo era niña, mi mamá me contó que su primer empleo como recién titulada maestra normalista fue en una escuela multigrado en uno de los muchos pueblos de su natal Yucatán; me contó cómo aprendió a manejar un jeep todo destartalado que le habían prestado en el magisterio para poder trasladarse hasta la selva y así enseñarles a contar, a leer y a escribir a los niños indígenas campesinos que serían sus alumnos. Dichos alumnos, tenían que levantarse a las 4 o 5 de la mañana para trabajar junto con sus padres en las difíciles tareas del campo, lo que invariablemente ocasionaba que para las 10 de la mañana ya estuvieran agotados y muertos de calor, mi mamá, previendo esto, les llevaba siempre agua de frutas. Sin embargo, sus mal comidos y mal dormidos alumnos hacían un verdadero esfuerzo por estar ahí y ella tenía que ingeniárselas todos los días para mantenerlos despiertos, interesarlos y –además- enseñarles. En ese momento y a mi corta edad pude imaginar a mi madre joven y luminosa, como sigue siendo; con su vestido de algodón y sus ganas de cumplir con una labor que ya desde entonces pude apreciar como sumamente difícil y complicada. Nunca le he dicho a mi madre (aunque lo estará leyendo ahora) que cuando me contó esto, yo la visualicé en mi mente de niña como una verdadera heroína y sentí una profunda admiración por ella. Sin duda, esta experiencia fue una de las cosas que marcó mi elección profesional.
Contrario al desprestigio con que algunas autoridades y medios tratan de manchar la labor docente, creo que no hay dinero en el mundo ni palabras de agradecimiento suficientes que puedan pagar el heroísmo de todos aquellos que tienen la osadía y cumplen con la proeza de presentarse todos los días a trabajar en escuelas–multigrado o no- carentes de luz, agua, servicios sanitarios, mobiliario, materiales, etc., cumpliendo lo mismo con la labor de maestro, que de secretaria, director, intendente, padre y madre de niños que antes -mucho antes- de llevarlos a un salón de clases, lo que realmente quisiera uno es darles un buen almuerzo.
Mi admiración y mi respeto para todos ellos.
* La autora es pedagoga, actualmente cursando el doctorado en pedagogía en la UNAM.
@verozentella