Martí Batres*
Es evidente que el país necesita una transformación educativa. Aún en pleno siglo XXI, cuatro millones y medio de menores entre los seis y los 17 años de edad están fuera del sistema educativo. Hay escuelas sin planteles y numerosos planteles sin computadoras y bibliotecas.
Los salarios que ganan los maestros son muy bajos. Las instituciones formadoras de docentes están abandonadas. La enseñanza de historia nacional y de civismo se ha visto notablemente deteriorada. En las mediciones internacionales nuestro país aparece con fuertes deficiencias en ciencias, lectura y matemáticas. Existe un grave problema de deserción escolar. Nuestro país está en el último lugar de desempeño educativo de la OCDE.
Durante este sexenio se realizó una reforma educativa buscando responder a algunas de las problemáticas planteadas. Sin embargo, lejos de resolverlas se generó un agudo conflicto con el magisterio.
Sin consulta con los maestros, los expertos, las familias, y apenas transcurridas un par de semanas del inicio del sexenio, se aprobó una reforma constitucional en materia de educación básica.
Impugnada por su carácter laboral y administrativo, dicha reforma no tuvo un contenido pedagógico, no atendió el problema de la infraestructura, no respondió a la cuestión de las condiciones de estudio, no contempló la exclusión de la educación, ni las grandes desigualdades regionales. En cambio, vinculó la evaluación a la permanencia en el empleo de los maestros. A eso se redujo la reforma educativa: a evaluar maestros para poder sacar del salón de clases a quienes reprobaran.
De manera punitiva, este modelo contempla evaluar por lo menos cada cuatro años. Si el profesor pasa la evaluación se queda pero sólo hasta que cuatro años después pase la siguiente evaluación y así sucesivamente. Es un modelo de terrorismo laboral.
Es cierto que la evaluación es indispensable en todo proceso institucional. Sin embargo, la evaluación educativa podría ser vista de manera mucho más global. La construcción de infraestructura, las desigualdades regionales, la desnutrición infantil, la elaboración de textos básicos y otros temas deberían ser contemplados en las evaluaciones. El resultado de las mismas tendría que llevar a elevar el cumplimiento de los derechos de la infancia.
Por otra parte, la evaluación a los profesores debería contemplar su desempeño frente a grupo y tener como consecuencia el fortalecimiento de la educación continua de los mismos y la mejora de las instituciones formativas del magisterio. La evaluación debe ser vista como un método de mejoramiento y no como castigo.
La reforma educativa, así, se enfocó a buscar cómo afectar a los trabajadores de la educación y se olvidó de encontrar la forma de fomentar su superación para beneficiar a los alumnos. Tan es así que año con año se descubren errores de contenido en los libros de texto gratuito.
Se trató de hacer de los mentores los chivos expiatorios del atraso educativo y de paso generar una especie de mercado para la contratación de los mismos.
El propio Estado mexicano creó una contradicción sobre el alcance de sus instituciones. Las escuelas formadoras de maestros indican quienes están capacitados para impartir clases. Pero la institución evaluadora desconoce dicha idoneidad para la docencia.
En el fondo, la reforma educativa tuvo dos grandes objetivos, ambos ajenos a la educación. Por un lado se convirtió en un mecanismo de control político sobre el gremio. Por otro, fue una herramienta para materializar la visión ideológica neoliberal que rechaza la estabilidad en el empleo.
Por eso curioso que algunos defensores de esta reforma argumenten que la desaparición del Instituto Nacional de Evaluación Educativa le quitaría el empleo a quienes forman parte del mismo.
Es previsible que la reforma educativa de este sexenio sea derogada y reemplazada por otra. Nadie debe llamarse a sorpresa. Se ofreció en campaña ese cambio.
*Presidente del Senado