La Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2012 del INEGI, publicada ayer, confirma una tendencia recurrente: las familias mexicanas llevan años gastando más en educación. Aunque a primera vista suena muy bien, no está claro lo que esas familias están obteniendo realmente a cambio por el dinero que dedican a la formación de sus hijos. Veamos.
Hacia finales de los años setenta del siglo pasado, el porcentaje del gasto familiar que iba a la educación era de 2%; en 2002 ascendió al 10% y en 2012 es ya del 13.8%, aunque en este último dato va incluido el renglón de “esparcimiento”. Descontado este rubro, según me explicó el INEGI, el gasto familiar educativo neto viene siendo de un 12%. Es decir, seis veces más que hace unas décadas.
Las razones son simples: las familias, igual que los gobiernos y los países, piensan que gastar en educación es muy positivo y, si se gasta más, mejor. El problema, sin embargo, es que, en las condiciones actuales, no es automático el resultado.
Las familias quieren en efecto educación para sus hijos. Los que van a la pública gastan en la forma de material escolar, uniformes, transporte e incluso computadoras, entre otras cosas; los que acuden a la privada en todo eso más colegiaturas o eventualmente estancias fuera del país, lo que explica el acelerado crecimiento, por ejemplo, de la educación superior particular.
Pero nada de eso asegura que dicha educación sea de calidad, competitiva o pertinente y que realmente ese “gasto” se convierta en una “inversión”; más bien, frecuentemente sucede lo contrario.
Si sólo para ser gráficos hiciéramos un comparativo entre el crecimiento del gasto familiar y los resultados de PISA la conclusión es que ese esfuerzo no sirvió de mucho. En la edición 2009 de dicha prueba internacional, que incluyó 65 países, México quedó en el lugar número 48 en comprensión lectora; en matemáticas en la posición 51 y en ciencias en el 50. Me pregunto qué sentirán las familias que con limitaciones destinaron más dinero cuando ven esos resultados: que sencillamente los desperdiciaron.
Y lo mismo pasa en la educación superior. Hoy el número de estudiantes que acceden a las instituciones de educación superior mexicanas es 80 veces mayor que hace 60 años (Fuente: UNESCO) y la matrícula de primer ingreso a las universidades privadas es ya casi similar que en las públicas. Pero este aumento no parece haber sido equivalente ni en los niveles de empleabilidad de los egresados, ni el cuadro de remuneraciones para profesionistas, ni en otros indicadores como productividad o generación de patentes o innovación de la economía.
Como es evidente, ese dinero ha servido más para satisfacer la ansiedad de la “titulización” que para hacer de la educación un verdadero instrumento para el desarrollo personal y para vivir mejor.
La conclusión es que en educación y en muchas cosas gastar más no es invertir mejor.
Publicado en La Razón