Gabriel Zaid / Reforma
La institución universitaria cumplirá un milenio este siglo. Es un invento medieval y estudiantil.
Hubo en Bolonia abogados famosos que se habían formado en la práctica. Recibían como ayudantes a hijos de notables que deseaban tener en la familia expertos que abogaran por sus intereses.
Los artesanos medievales estaban agremiados, y entre sus reglas tenían las de aprendizaje y admisión de nuevos miembros. Cuando el aprendiz de un maestro demostraba que ya era capaz de hacer una obra maestra, entraba al gremio.
El modelo gremial inspiró a los estudiantes. Formaron una cooperativa (universitas): una especie de gremio estudiantil para arrendar locales, contratar bedeles y pagar a los maestros que enseñaran ahí, no en su casa. Con el tiempo, también los maestros se agremiaron. Y aunque la nueva institución nació al margen de la Iglesia y el Estado, después quedó sujeta a su intervención.
El instrumento de control decisivo fue la autorización para ejercer. Nadie podía enseñar teología sin autorización eclesiástica. Nadie podía ejercer como abogado sin título profesional. Este monopolio privilegió a los titulados: excluyó a los que saben pero no tienen credenciales de saber.
Los primeros universitarios eran de clase alta, y no las necesitaban para subir a donde ya estaban. Pero las credenciales dieron la oportunidad de subir a los hijos de la clase media, y eso creó una demanda incontenible, que requería administración, mucha administración. En el siglo XX, las universidades se burocratizaron, como casi todo en el planeta. Hoy son instituciones buscadas, ante todo, por las credenciales que otorgan.
El negocio va mal, por razones económicas y tecnológicas. Cuando millones tienen credenciales para subir, la ventaja se devalúa: abundan los universitarios desempleados o con empleos de poca paga y prestigio. A pesar de lo cual, aumentan los costos de la institución, porque la administración se hincha y las exigencias sindicales son cada vez mayores. A esto hay que sumar la técnica medieval de enseñar, que se volvió obsoleta para un estudiantado masivo.
Quien haya tenido la fortuna de estudiar con buenos maestros, que en clase y fuera de clase le dieron atención personal para aprender y madurar, y hasta para iniciar con ellos su carrera profesional (en el despacho, consultorio o empresa del maestro), pueden creer que ese privilegio es generalizable a toda la población. No lo es.
Las universidades ya no valen lo que cuestan, y eso va a traer cambios. Tres están a la vista:
1. Separar dos funciones distintas: educar y credencializar, para concentrarse en educar. En muchos países ya existen organismos oficiales que no permiten ejercer (aunque se tenga un título universitario) sin aprobar exámenes uniformes. También existen asociaciones de especialistas que certifican los conocimientos de sus miembros.
Que las universidades certifiquen a sus graduados deforma su misión fundamental: educarlos. Si cobraran lo que cobran por dar los mismos cursos, pero sueltos y sin otorgar un título final, la demanda se desplomaría, reducida a los que quieren aprender, no sacar credenciales.
2. Separar las materias que requieren laboratorios, talleres, hospitales o la presencia física de un maestro de las que pueden enseñarse a distancia. Los costos de la presencia mutua del maestro y los estudiantes (desplazarse para coincidir en un lugar y momento) son elevadísimos, y sólo se justifican para algunas materias. Las demás deben impartirse de otra manera. Asombra el éxito de Coursera, una empresa asociada con universidades de prestigio para dar cursos en línea. En dos años pasó de cero a siete millones de estudiantes.
3. No ver la educación como una etapa previa a los años de trabajo, sino paralela y de toda la vida. Flexibilizar contenidos y calendarios en los planes de estudio para combinar educación y trabajo. Entrenar para el autodidactismo, y en particular: enseñar a leer libros completos, a resumirlos por escrito y discutirlos.
Después de la imprenta (renacentista) y la internet (actual), ¿se justifica la universidad (medieval)? Ya en el siglo XIX, Carlyle escribía: “La verdadera universidad hoy es una colección de libros”. Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer (Los héroes, V).
Desgraciadamente, se han multiplicado los universitarios que no saben leer libros, y las universidades no se hacen responsables de tamaña atrofia.
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