En la discusión nacional sobre la ineficacia del sistema educativo para distribuir oportunidades educacionales de forma adecuada, con frecuencia se asume erróneamente que existe un entendimiento generalizado acerca del significado de conceptos básicos (como los de calidad y equidad educativa), sobre los supuestos detrás de las intervenciones gubernamentales (como la rendición de cuentas), así como acerca de los fines del sistema educativo (sean económicos, de transferencia de capacidades individuales, o de promoción de una convivencia democrática).
Esta falta de entendimiento ha provocado que los debates sobre las opciones de política disponibles para reformar el Sistema Educativo Nacional, naveguen frecuentemente entre conversaciones infértiles y de reducido alcance, sobre temas como la evaluación educativa (sin que sea explícito qué debe evaluarse y como deben utilizarse los resultados), sobre la distribución de facultades y recursos entre órdenes de gobierno (sin reflexionar sobre las experiencias centralistas y descentralizadoras), o acerca de los mecanismos de control del ejercicio de los recursos públicos (sin preocuparse por identificar los efectos del gasto en educación), ignorando otros factores importantes para incrementar la eficacia de nuestras escuelas. No es de sorprender por lo tanto que con frecuencia exista un desfase entre las intervenciones gubernamentales que son finalmente implementadas con los problemas públicos que resolverían.
Por ejemplo, la reforma legal en materia educativa del año 2013 que incluye previsiones de control de gasto y la creación de una nueva fórmula de distribución de recursos a las entidades federativas, la aprobación de normatividad para explorar la creación de una carrera profesional docente y por supuesto la construcción de un sistema de evaluación y monitoreo de la gestión educativa, descansa en una particular definición de problema público, en el cual se asume que la ineficacia del sistema educativo mexicano para “asegurar mayor cobertura, inclusión y equidad educativa entre todos los grupos de la población para la construcción de una sociedad más justa” (SEP,2013), se explica fundamentalmente por una distribución inadecuada de recursos e insumos, así como por la ausencia de mecanismos de sanción y reconocimiento al desempeño.
Esta definición de problema público y la consecuente solución propuesta, corren el riesgo de sumarse al cúmulo de decisiones desafortunadas que han resultado en ineficaces intervenciones de Gobierno: la aplicación por dos décadas de una fórmula de distribución de recursos a las entidades federativas que probablemente contribuyó a incrementar brechas entre regiones y poblaciones; los créditos fiscales a la educación privada que superaban hasta por cuatro veces lo destinado a programas de educación comunitaria en zonas pobres del país; la prestación obligatoria de educación preescolar, interrumpida por un acuerdo parlamentario, o bien, la adopción de una regla “internacional” de dudoso origen, que obliga a una aportación fija del PIB para financiar la educación pública.
Si la reforma legal en materia educativa ha partido de una identificación equivocada de las causas que explican la ineficacia e inequidad de nuestro sistema educativo, en el mejor de los casos observaremos resultados en materia de control de gasto, pero no de eficacia. Con la reforma actual, se mantiene (de hecho se profundiza) el problema de la dilución de responsabilidades entre órdenes de gobierno, además de que se propone apoyar programas de efecto favorable desconocido para el desempeño académico de los alumnos, tales como la distribución de recursos asignados directamente a comunidades escolares, la ampliación de la jornada escolar, o bien la provisión de tecnología sin contar con un modelo pedagógico.
En lo que respecta a la inserción de sistemas de rendición de cuentas, los efectos esperados de la reforma legal tampoco son promisorios, dado que solamente se vislumbra una preocupación por crear un sistema de gestión de información, sin contar con estándares de desempeño suficientes, válidos y adoptados para todos los actores escolares, o bien contar con un sistema de incentivos eficaz para premiar o sancionar resultados escolares deficientes para todos los profesores. Adicionalmente, es de señalar la inexistencia de mecanismos de reciprocidad para la rendición de cuentas, que aseguren un balance entre la responsabilidad del gobierno por desarrollar capacidades entre los docentes y la de los docentes por mejorar su desempeño proporcionalmente al esfuerzo gubernamental por acompañarlos y formarlos (Elmore,2000).
Si bien en este momento, se encuentra todavía en construcción el sistema de evaluación (el primero de los cuatro elementos fundamentales para un sistema de rendición de cuentas en educación), por lo que resulta prematuro identificar los posibles efectos de las reformas legales recientes, una comparación simple entre el tamaño de las barreras y prácticas en materia de evaluación presentes en el sistema y las escuelas, contra las disposiciones contempladas en las reformas legales (la existencia de evaluaciones de desempeño sin consecuencias de alto impacto para un grupo mayoritario de docentes, o los atajos aprendidos por las comunidades escolares con el reciente uso inadecuado de evaluaciones censales), pronosticarían efectos limitados al menos para las siguientes diez generaciones de alumnos.
El reducido debate público que acompañó la aprobación de las recientes reformas legales ha sido útil también para mostrar el diálogo desinformado que prevalece acerca de las condiciones en que operan las escuelas públicas y los medios disponibles para mejorarlas. La prevalencia de una visión gubernamental instrumental, de búsqueda de control, con escasa reflexión sobre la eficacia conocida de las opciones de política elegidas (sean de provisión de tecnología, de ampliación de horarios, o de promoción de “autonomía escolar”), constituye un ejemplo del riesgo que advertía Paul Hanus desde principios del siglo veinte, sobre aplicar erróneamente el sentido común en la reforma de sistemas escolares (Murnane y Willett, 2012).
Cualquier reforma a un sistema educativo abriría la posibilidad de mejorar su eficacia. Sin embargo, en el diseño y puesta en marcha de cualquier reforma educativa, es necesario evitar el “culto del cargo” es decir, asumir que lo importante es reformar, sin reflexionar suficientemente lo que resultaría en una transformación real del sistema. En los siguientes años será necesario asegurarse que la deseabilidad por una mayor calidad y equidad educativas, no siga conviviendo con magras y poco efectivas intervenciones gubernamentales, aunque ahora sea bajo nuevas normas y denominaciones.