A lo largo de dos semanas hemos asistido a una intensa discusión en torno a la extinción de los fideicomisos. De manera asertiva y comprensible –sin duda, a veces con más empuje que ingenio y más coraje que tino– físicos y geólogas, periodistas y defensores de derechos humanos, cineastas y deportistas de alto rendimiento se han movilizado. Alzan la voz. Se reúnen. Los entrevistan, escriben, ofrecen datos. Presentan logros. Argumentan.
Su causa es muy válida. Como afirmé en su momento, lo que está en juego es un modelo de decisión pública: el fideicomiso es, como concepto, un gobierno colectivo de fondos públicos, con metas y métricas, con el concurso de los expertos, con procedimientos que se suponen objetivos, regulares, equitativos para asignar los fondos. Lo que la administración ahora está imponiendo en su lugar es una centralización, para decidir con celeridad y sin consulta el destino de montos importantes del patrimonio que tenemos en común. Dadas las restricciones económicas actuales y sin saber todavía el global del impacto en el ingreso y gasto de 127 millones de mexicanos, la medida puede calificarse de muchas maneras, pero sí sigue un racional: disponer, ya, de fondos, con flexibilidad de calendario y formato, para distribuirlos desde el centro.
La discusión se ha empantanado, y luego enlodado. La decisión, no; ésa ya está tomada. En su típico modus operandi y loquendi, el presidente afirma que con la medida que ha impuesto y recibió el apoyo y confirmación de los legisladores de la mayoría, se evitará corrupción, aviadores y dispendio, y de plano, mientras escribo esto, dice que “quienes defienden fideicomisos, defienden la corrupción”. Sus detractores apuntan que la misma administración hizo un fideicomiso para la venta del avión presidencial y que se toca el fideicomiso para fondo de desastres, el Fonden, pero no los fideicomisos que tienen que ver con el Ejército, de manera que la medida se puede calificar de arbitraria, desigual e incongruente (además de peligrosa, contraria a las instituciones, etcétera, etcétera).
En fin, es un gran tema de análisis, pero lo traigo a colación por contraste a otro foco de atención, más grave aún. Los recortes a la inversión educativa nacional que marca el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación atacan la continuidad y efectividad de programas que permiten que niñas, niños y jóvenes lleguen a la escuela, tengan en ella aprendizajes significativos y participen en su propio proceso educativo. Afectan principalmente a tres temas clave: aprendizaje incluyente, formación docente y educación inicial.
Para decirlo corto y claro: con razón, un montón de adultos se volvieron activistas para oponerse a una decisión de gobierno que puede significar un obstáculo o incluso la cancelación de su actividad distintiva, de dimensiones enteras de su proyecto de vida. Eso lo saludo y lo celebro. Pero el dinero de los fideicomisos cambia en su transparencia, en su gestión, en su dinámica de decisión pero no en sus montos. Me impacta que no haya una reacción airada porque 3.5 millones de estudiantes se pueden quedar sin Escuela de Tiempo Completo, porque se cancela la clave del programa y se destina –si se aprueba el proyecto del presidente y su secretario de Hacienda sin el rechazo de los diputados, para empezar los de Morena que son la mayoría en la Cámara– cero pesos en 2021. Porque acaba con el programa para migrantes, que lleva más de cuarenta años, con fondos insuficientes, pero ahora los desaparece. Porque deja sin dinero un servicio más de educación inicial, a las bebés que más lo necesitan, porque le pone el mismo monto que este 2020, además esperando que no lo robe con sus formas untuosas el Partido del Trabajo, buenos para despojar a otros niños y niñas que no sean los de su feligresía de las oportunidades de un Centro de Desarrollo Infantil. Porque se burla de maestras y maestros, poniéndole el más bajo monto del siglo a la formación docente. Porque se burla de las y los aspirantes a maestros, los tan celebrados –en el discurso– normalistas, al recortar los fondos para el desarrollo de las escuelas formadoras de docentes. Porque le quita a las niñas indígenas, porque le pega al trabajo en multigrado de Conafe.
¿Qué se necesita para que nos indignemos? ¿Por qué siguen siendo invisibles las niñas de trencitas y piel morena, que sabe si nacieron en Oaxaca, Guerrero o San Pedro Sula, y que los míseros pesos que ponemos del erario les serán quitados para inflar proyectos, rescates de hidrocarburos contaminantes y becas sin focalización?
Es una tragedia. Es una desgracia. Es un atraco. Les propongo algo: hagamos como que hay un fideicomiso que se quiere extinguir, pero era sólo para niñas pequeñas, de diversas etnias, descalcitas, con condiciones de discapacidad intelectual, que iban a comer en la escuela de tiempo completo su único alimento balanceado del día, que iban a tener una clase precaria, que iban a tener maestra con un mínimo de inversión para poder hacerle el ajuste razonable que manda la Constitución y los tratados internacionales. Y entonces vamos a la Cámara, y hacemos consignas, y damos entrevistas, y nos ponemos rojos frente a cámaras porque este país se queda sin futuro.