Alina Bassegoda Treviño
Entre 1990 y 2018, los mayores de 60 años pasaron de conformar 6.2 % de la población mexicana a 12.3, y, en 2047, serán más de 21%. Paradójicamente, a medida que aumenta la esperanza de vida y crece el número de sexagenarios, aumenta el rechazo social. Es momento de reflexionar sobre la discriminación por edad y cómo la educación puede ayudar a enfrentarla.
El rechazo a la vejez y el atractivo de la juventud se vinculan con el miedo a la muerte y con la belleza característica de la etapa fértil de la vida, que siempre han existido. Sin embargo, las actitudes negativas y el comportamiento agresivo hacia los mayores, el llamado edadismo, ha empeorado recientemente.
Quizás se deba a que el conocimiento en general, y la tecnología en particular, cambian a tal velocidad que los adultos encuentran difícil seguirle el paso y eso los margina de los jóvenes. O porque los jóvenes aspiran a espacios laborales a los que se aferra un número creciente de personas longevas, o tal vez se trate del culto a la juventud que promueven los medios de comunicación y la industria cosmética. Pero el hecho es que la cultura popular y la vida cotidiana está plagada de desencuentros entre baby boomers y miembros de la generación X, y los millenials o centenials.
En México, más de 75% de las personas siente que su edad explica la vulneración de sus derechos; un porcentaje mayor que el de quienes se sienten discriminados a causa de su ingreso, y un poco menor que el de quienes se sienten discriminados por su sexo o tono de piel. Entre los adultos mayores, la edad es la principal causa de discriminación; mucho mayor que el sexo, el ingreso o la raza.
Estas estadísticas son semejantes alrededor del mundo. Incluso sociedades colectivistas y confucianas –tradicionalmente vinculadas con el respeto a los mayores– muestran crecientes niveles de edadismo. Un análisis de la literatura muestra el incremento de estereotipos negativos asociados a los viejos, por considerarlos malhumorados, olvidadizos, incompetentes, solitarios, enfermos y feos. Es una tendencia tan omnipresente que resulta invisible. El edadismo es la discriminación más aceptada e institucionalizada.
Cuando las empresas evitan emplear a candidatos mayores, no ven en ello discriminación, sino atención y cuidado a sus necesidades y características particulares. Cuando las familias no incluyen a los abuelos en actividades creen ser generosas con ellos, al evitarles pérdida de energía. Cuando la sociedad se pronuncia acerca de la vida sexual en la tercera edad como algo ridículo o grotesco parece que señalara una verdad incuestionable.
A diferencia de otras formas de discriminación, el edadismo nos afecta a todos. No sólo porque aspiramos a mantenernos vivos –y por lo tanto a envejecer– sino porque en todo momento, todos somos más viejos que alguien. Y como parece natural, como es omnipresente, el edadismo se vuelve contra nosotros mismos. Nos hace devaluarnos, nos resta autoestima y nos ciega a las ventajas del paso del tiempo.
Todos participamos del edadismo. Somos víctimas y victimarios. Generamos y toleramos las actitudes y valoraciones negativas acerca del envejecimiento sin apenas cuestionarlas. Aceptamos la jubilación como la más solitaria de las transiciones de la vida, y la única en la que al parecer no hay nada que esperar con entusiasmo.
Preguntar la edad es “grosería” y revelarla una “confesión”. Vivimos nuestros años con vergüenza, en una forma de auto-discriminación, ansiosos por hacernos de productos o procedimientos que borren arrugas, cubran canas y tonifiquen músculos.
Irónicamente, está demostrado que quienes tienen una peor percepción del envejecimiento son también quienes envejecen con mayor deterioro. La discriminación por edad tiene consecuencias reales y muy significativas en el bienestar y la salud no sólo de quien la sufre, sino también de quien la ejerce. Perjudica a las empresas, privándolas de las contribuciones de este grupo creciente de personas talentosas. Afecta a la economía de las familias y de los países, limitando sus recursos y convirtiendo a los adultos mayores en cargas para el gasto familiar y el erario público. El edadismo tiene enormes costos para todos.
Aunque hay pocas investigaciones sobre posibles intervenciones contra el edadismo, sabemos que la educación respecto al envejecimiento, especialmente cuando se combina con programas de convivencia intergeneracional, es la acción más eficiente para contrarrestar prejuicios y discriminación. Esas intervenciones –cuando se realizan en periodos de al menos 12 semanas– tienen fuertes efectos en cambios de actitudes, eliminación de mitos y aceptación del propio envejecimiento, reduciendo el rechazo y ansiedad respecto a la senectud.
Para erradicar estereotipos es central difundir entre niños, jóvenes, adultos y adultos mayores una nueva idea del envejecimiento centrada, objetiva y libre de prejuicios; una idea del envejecimiento activo, saludable y productivo, cargado de significado. La información positiva respecto al envejecimiento no es pertinente solo para las generaciones jóvenes, sino también –y quizás, sobre todo– para las cohortes de edad más avanzada. Todas las personas envejecientes, desde los niños hasta los 106 mil centenarios que hay en el mundo (18 mil en México) necesitamos entender el envejecimiento de forma más realista y positiva.
Esos programas educativos cobran mayor sentido cuando se acompañan de oportunidades de intercambios y experiencias reales con adultos mayores que desafían los prejuicios imperantes. PEACE mostró que los estereotipos negativos acerca del envejecimiento se reducían de una manera estadísticamente significativa a partir del contacto entre jóvenes y ancianos, y no solo mediante información teórica.
Estos programas ayudan a “promover la solidaridad intergeneracional y fomentar una visión positiva hacia el proceso de envejecimiento.” Pueden llevarse a cabo en entornos donde ya conviven distintas generaciones, como las familias, susceptibles de brindar ejemplos tempranos –los más eficientes– de envejecimiento positivo y activo, y de interacciones sanas entre generaciones. Las empresas también pueden impulsar programas de colaboración y de capacitación intergeneracional que faciliten el conocimiento y la empatía entre empleados de distintos segmentos etarios. La efectividad del proceso requiere acompañarse de educación formal que elimine mitos y prejuicios en torno a la vejez y la comunicación intergeneracional.
Por eso las escuelas (desde preescolar hasta universidades) serían espacios privilegiados para estos acercamientos. Aunque la escuela tradicional es, en sí misma, una institución edadista, que estratifica a los educandos por edades y el aislamiento de sus grupos etarios subraya la noción de homogeneidad intragrupal y de heterogeneidad intergrupal. Hoy, la escuela segmenta y no promueve el intercambio entre edades.
Por primera vez en la historia de la humanidad, los jóvenes pueden saber más que los adultos de algunos temas, aunque requieran guía respecto a otros. Esta es una oportunidad para que la edad sea un elemento de fortalecimiento del tejido social en lugar de factor de ruptura, prejuicio y discriminación.
Las instituciones educativas tienen la doble responsabilidad y oportunidad de combatir el edadismo. Rompiendo con los límites etarios que les son característicos, las escuelas, y especialmente las universidades, se enriquecerían con una mayor pluralidad y diversidad de perspectivas. Se convertirían en actores centrales de la lucha contra la discriminación y el fortalecimiento del tejido social.
Tradicionalmente con un danzón multitudinario y discursos oficiales se agradece a los adultos mayores sus aportaciones. El 28 de agosto –que se festeja en México el “día del abuelo”– es una buena oportunidad de honrar a los ancianos de forma más productiva y acorde a los tiempos de cambio que vivimos. Sería ocasión de promover un esfuerzo serio de cambio de actitud hacia esa etapa de la vida a la que, si todo va bien, nos acercamos todos.
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Alina Bassegoda Treviño. Integrante de MUxED. Fundadora de Mente en Forma SC. Es profesora de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México y las maestrías de Comunicación y Estudios de Política Internacional de la Universidad de Stanford.
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