El pasado 17 de marzo, el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet Chemor, encabezó el Informe sobre los avances de la reforma educativa, que fue la primera que propuso y echó a andar el gobierno de Enrique Peña Nieto. Del discurso del titular de la SEP, sobresalieron al menos tres puntos que son dignos de comentar.
Primero, fue notable que Chuayffet empezara y concluyera su intervención haciendo mención a la crítica, algo que cualquier régimen— o personaje— autoritario y vertical rechaza y subestima. Al inicio de su discurso expresó que la reforma es tarea de “perseverancia y apertura”; de “crítica dura y propositiva; de debate y de antagonismos, pero no de aniquilamiento”. Habrá que trabajar —así lo dijo— por abolir el “paternalismo y las viejas prácticas autoritarias”. Al final de su mensaje en la Biblioteca de México volvió al tema. La crítica, dijo, será bienvenida pero “cuidémonos de la ingenua aspiración a la inmediatez”. En lo particular, considero alentador que el titular de la SEP reconozca el valor de la crítica pública y esperaría que ésta adquiriera mayor fuerza en los actuales procesos de política educativa. Finalmente, la SEP podría convertirse en el “ministerio del pensamiento” (Latapí) y no solo en el “paquidermo reumático” que describió Jesús Reyes Heroles.
Segundo, pero si se pide mesura para exigir los cambios, también se pudo haber ofrecido una base de comparación más amplia para poder valorarlos. Era, en última instancia, un informe de avances.
No obstante, Chuayffet lanzó datos sin mayor referencia que el tiempo. Por ejemplo, por un lado dijo que se habían entregado 6 millones de paquetes de útiles a estudiantes con “severas carencias” y, por otro, enfatizó que se asignaron 3 mil “dispositivos electrónicos periféricos” para alumnos con capacidades diferentes. Esto que parece mucho, ¿realmente lo es? Quizás para un gobierno que lleva dos años en el poder, sí, pero para las necesidades del país, no. ¿Cuántos estudiantes enfrentan carencias severas? ¿Cuántos capacidades diferentes? Según el Censo Nacional de Población y Vivienda, en el grupo de edad de 0 a 14 años, hay un poco más de medio millón de personas con discapacidad, es decir, la SEP no atiende ni al 1 por ciento de esa población.
Sin subestimar el alcance e implicaciones de la reforma, sí creo que habría que interpelar a la SEP para saber: (1) cuántas plazas de las que se han concursado y ganado por la vía del mérito, ya fueron asignadas formalmente; (2) qué va a pasar con las escuelas normales —tema ausente en el discurso de Chuayffet, (3) qué programas educativos han demostrado ser efectivos para ampliar las capacidades cognoscitivas de los estudiantes; y (4) si hay evidencia de que los telebachilleratos comunitarios aseguran la calidad —ahora incluida en la ley— como para seguir apostándole a esta opción con el propósito de ampliar la matrícula en el nivel de educación media superior.
Pero, ¿hacia dónde va la reforma? ¿Qué falta? Este, el tercero y último punto, que deseo comentar. Antes de cerrar su discurso, Chuayffet lo dejó claro: lo que falta es modificar el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica (ANMEB) para poder “establecer medidas que garanticen en todos los estados del país la regularidad del servicio”. Ya no basta con distribuir recursos y facultades, sino que ahora habrá que distribuir “controles y responsabilidades” de tal manera que la “autoridad federal debe tener la posibilidad de asumir la función educativa; ahí donde la normalidad y continuidad del servicio estén en riesgo o la hagan imposible”.
Es claro que hay algunos estados de la República que son un fracaso. Ni sus gobiernos ni sus respectivas sociedades han sabido crear las competencias institucionales para manejar eficientemente sus sistemas educativos; por eso ahora se propone que la “autoridad federal” adquiera mayores atribuciones para intervenir en esos casos. Esto huele a recentralización como lo han hecho notar legisladores, como Javier Corral, y especialistas educativos, como Alberto Arnaut (Campus 600).
Al no haber alcanzado la madurez y poder ser responsables, ¿algunos estados van a tener que recurrir “a la mano del papá”? ¿No se acerca esto al paternalismo que, por otro lado, cuestionó Chuayffet? ¿A qué grado son compatibles el “federalismo cooperativo” y la recuperación de la rectoría de la educación por parte del Estado? ¿El control que se propone ejercer será sólo para hacer cumplir responsabilidades políticas y administrativas o también curriculares? Sobre este último punto, seguramente los asesores de la SEP conocen y han analizado otros propuestas que señalaban que había que sustituir el actual currículo educativo a nivel básico para permitir que los estados, regiones, zonas y escuelas puedan decidir sobre sus contenidos y métodos en función de las necesidades y condiciones particulares de los estudiantes. Es decir, se requiere mayor descentralización en el tema curricular (Tamez, R. y Martínez-Rizo, F. Las reformas que necesita la educación mexicana, 2012). El Consejo de Especialistas para la Educación de la SEP, por su parte, también propuso que así como a las entidades federativas les toca participar más activamente en la planeación y diseño de las políticas, a la SEP le corresponde cumplir “más eficazmente funciones normativas, de planeación estratégica, de evaluación y de carácter compensatorio” sin tener que aumentar su estructura burocrática (CEE, Los retos de México en el futuro de la educación, 2006). ¿Entonces? Ya veremos qué apertura muestra la SEP en este debate público.
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