Locura es, dijo Einstein, hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes. Durante décadas se ha hecho, con tenacidad digna de mejor causa, exactamente lo mismo en aras de mejorar la educación: evaluar a diestra y siniestra a los actores del proceso escolar.
Si la evaluación, per se, fuese tan poderosa como arman los reformadores hoy, y machacaron por años los que ocuparon antes sus puestos, no sería lógico estar en la situación de estancamiento y postración en las dimensiones que permiten observar los resultados del examen PISA (la mayoría de los estudiantes de 15 años no alcanzan, o a duras penas, al nivel elemental).
De ser cierta la relación directamente proporcional entre examinar a alumnos y profesores y, por ello, aumentar la calidad, hubiéramos ya superado a todos los países de la OCDE. “Sólo lo que se evalúa se puede mejorar”. “La evaluación es el corazón de la reforma educativa”. Millones de exámenes aplicados no modificaron las cosas, y la reforma actual entró, recién nacida, en situación de infarto al considerar que a palos y con monedas se construyen nuevos proyectos para el aprendizaje. De los palos cualquiera se defiende y, en la escasez, vienen bien ingresos extras.
Esperar que de la adaptación para conservar el empleo o adquirir una distinción dudosa y centavos adicionales surgirá algo distinto en el área chica educativa, esto es, el salón de clases, es insano. Llevamos años oyendo la misma tonada y letra. Mire usted: apenas este año salía la primera generación que estudió la primaria de acuerdo a la Reforma Integral de la Educación Básica, la famosa RIEB. Sin mediar ningún sistema de valoración de lo sucedido, se ha señalado que lo hecho en el pasado está mal, y es preciso un Nuevo Modelo Educativo.
Los funcionarios de hoy no saben lo parecidos que son a los de hace 9 o 15 o 25 años. Dijeron lo mismo: antes de nosotros, el desastre; a partir de nosotros, el porvenir luminoso. Ya nos sabemos la maniobra. ¿Sabe? A lo largo de mi vida nos han cambiado, varias veces, quince días antes de que empiece el curso, la jugada: pasamos de enseñar por asignaturas, a las famosas áreas del conocimiento. Luego regresamos a las asignaturas.
Después nos dijeron que deberíamos ser constructivistas: a darle a Piaget… para, de repente, ser devotos de las Santas Competencias. Ya nos dirán ahora cuál es la novedad, con el argumento balín que nos consultaron a todos. ¿Qué vamos a hacer? En este ocio el que no se aclimata se aclimuere. Le macheteamos a las guías, ponemos a los niños a copiar del libro y venga al examen. Ojalá lo pasemos: otros 4 años de chamba. Nada más. Lo que sucede en nuestra escuela no cambia o, si lo hace, es porque nos ponemos de acuerdo y tratamos de aprender de los errores o aciertos compartidos. Además de esta ilusión, que agota su discurso en la omnipotencia de la evaluación, estamos en presencia de otra.
Naftalina pura: a plana entera en los diarios diario y anuncios en la radio o la televisión sin cesar, alud de propaganda. La “deforma” que nunca vio a los niños ahora pregona: “La reforma educativa escucha a los niños”. Foto: una muchacha toca la guitarra y otro la batería. ¿La Voz México? Los altaneros que impidieron la participación de los profesores, ahora solicitan: “Construyamos juntos el cambio que necesita la educación”. Y un ritornelo: “Primero el presente. Primero los niños”. Despilfarro. ¿Sobró dinero en SEP y hay que (mal)gastarlo en diciembre? Quizá. Algo es seguro; sin cambiar el proceder, esperar otros resultados es absurdo. Y esto no lo tapa la publicidad ni el discurso que pide paciencia y ofrece frutos a largo plazo. Volvieron: “Primero el pres(id)ente, luego, muy luego como siempre, los niños”. Maestros: silencio.
El 2018 se impone. Cómo no. Como siempre.