La evaluación docente es el corazón de la reforma educativa iniciada en 2013. Básicamente porque toca dos aspectos clave del corazón político-institucional del sistema educativo: la cuestión de quién decide sobre el ingreso, la promoción y la permanencia en los cargos docentes, y los criterios a partir de los cuales se decide sobre tales materias. El asunto de quién decide y cómo sobre las plazas docentes resulta central dado que la gestión de estas involucra más del 90 por ciento del presupuesto educativo y dado que la forma en la que éstas se asignan incide, en alguna medida importante, en la calidad de la planta docente y, por esa vía, en la calidad de los aprendizajes de los alumnos.
Dicho más claramente, el tránsito de un sistema en el que el acceso a las plazas docentes pasa a depender del mérito (medido a través de evaluaciones) y ya no de consideraciones políticas y lealtades sindicales, tuvo dos objetivos centrales. Primero, recuperar para el gobierno el control sobre el magisterio. Y, segundo, cambiar los incentivos a favor del mérito a fin de lograr contar con mejores docentes, por otro. Difícil dar con algún otro componente de la reforma que resulte más importante.
La centralidad asignada a la evaluación de los maestros para alcanzar los dos objetivos mencionados es clara. Muy evidente también la lógica política y la prioridad concedida por el gobierno federal a hacer de la evaluación uno de los dos mecanismos clave (siendo el otro, la recentralización de la nómina magisterial) para subordinar a las cúpulas del magisterio. Cúpulas, conviene recordar, para quienes el control de las plazas docentes es el recurso de poder clave, y cuya fuerza frente al gobierno (tanto en el plano político –gobernabilidad y elecciones– como en el educativo) había venido creciendo aceleradamente desde 1992 y, en especial, a raíz de la alternancia en el año 2000.
Menos claro en todo esto es qué tanto y a qué costo ha conseguido el gobierno federal usar la evaluación docente para, en efecto, subordinar a los líderes de los maestros. En el caso del SNTE (por mucho el gremio mayoritario), la recuperación de algo del control corporativo de antaño parece haber tenido que ver, sobre todo, con el encarcelamiento de Elba Esther Gordillo y con la amenaza que ello supuso para otros liderazgos del SNTE. Esa decisión amplió el margen de acción del gobierno frente a ese gremio y su capacidad para impulsar la evaluación docente como nuevo mecanismo para gestionar las plazas docentes. Sin embargo, y a juzgar por el tipo de procesos de evaluación que se han establecido y por la forma de instrumentarlos (grado de exigencia de las evaluaciones limitado, ausencia de una verdadera carrera profesional que empodere a los maestros frente a sus líderes, negociación de excepciones y condiciones especiales, entre otras), pareciera que el SNTE conserva mucho de su poder y que el gobierno federal está aún lejos de haber logrado subordinarlo tanto como quizá hubiera deseado. En lo que hace a la CNTE la situación es aún más desventajosa para el gobierno, dado que en los territorios dominados por esa organización el gobierno ni siquiera ha logrado disciplinar a sus cúpulas lo suficiente como para lograr imponer el principio de la evaluación docente.
En lo que se refiere a la evaluación de los maestros como palanca para elevar la calidad educativa, los beneficios son, por el momento, aún menos claros. Inciertos y difíciles de observar, hasta ahora y muy entendiblemente, porque los nuevos procesos de evaluación apenas comenzaron el año pasado y afectaron solamente a los maestros de nuevo ingreso. Probablemente limitados en sus efectos benéficos sobre la calidad educativa, al menos en el corto plazo, dado que si bien cambió el mecanismo de ingreso, muchas de las variables que sabemos influyen en la calidad de los aprendizajes no han cambiado, en especial el universo a partir del cual se reclutan en México desde siempre los nuevos maestros (egresados de las normales), mismo que habrá de permanecer inalterado hasta el 2016.
Para avanzar, resultará imprescindible evaluar empíricamente qué tanto la evaluación docente impacta positivamente la calidad educativa y qué tanto permite, en efecto, recuperar la gobernabilidad, al menos, del sistema educativo. Evaluación rigurosa de sí misma es lo menos que habría que pedirle a una reforma centrada en la evaluación. ¿O no?
Twitter:@BlancaHerediaR
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