No obstante que la contienda por la educación incluye a bastantes actores, diversas posiciones políticas y orientaciones ideológicas, a veces es conveniente agruparlas en reductos polares para entresacar las aristas cardinales de los debates. Pongamos por ejemplo la evaluación docente dentro de la Reforma Educativa que el próximo gobierno quiere enterrar y que el que fenecerá en menos de dos semanas todavía defiende. Lo hace con proclamas y los pocos instrumentos políticos que le quedan.
El que viene tiene activos por delante, pero no se vislumbra cuáles serán sus herramientas institucionales; las políticas están a la vista: una coalición de intereses de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y de Morena, bajo el mando del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador.
Aun desde antes de que naciera el Servicio Profesional Docente y entrara en vigor la Ley del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, una narrativa contestataria comenzó a penetrar el ambiente. Rezaba que, por instrucciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y otros organismos intergubernamentales, se trataba de evaluar a los maestros para denostarlos, castigarlos, someterlos y tenerlos bajo un control autoritario al servicio del neoliberalismo. En suma, para desprestigiar a la profesión docente.
El discurso oficial de la reforma, por el contrario, puso el acento en una evaluación para mejorar la práctica pedagógica y regular los procedimientos de ingreso, promoción, recompensa y permanencia en el servicio educativo. Si bien sus abogados reconocían la influencia de tendencias globales, insistían en la necesidad de que México conociera cuál es el estado profesional de los docentes, sus fortalezas y debilidades con el fin de diseñar mecanismos para incrementar las primeras y empequeñecer las segundas.
La narrativa disidente nunca quitó el dedo del renglón, imputó —y lo hizo con eficacia— que la reforma era laboral, no educativa y que la evaluación es punitiva. Para reforzar sus argumentos recurrió al parlamento de la movilización, una propaganda conveniente a sus propósitos de ganar adeptos más allá de los estados donde la CNTE es dominante. Intelectuales y periodistas hicieron suyo el reclamo y abonaron con sus análisis a censurar al INEE y, en consecuencia, a debilitar la prosopopeya de la Secretaría de Educación Pública y del Instituto.
El INEE y la SEP pusieron en juego artefactos sólidos en su estructura metódica, pero con escasa penetración en la plaza pública. No construyeron un discurso vigoroso para transferir al magisterio las bondades del SPD, es decir, la oferta de profesionalización y crecimiento intelectual y moral. Los activos de la reforma quedaron incrustados en la ley con un lenguaje burocrático, aunque es el arreglo del proceso legislativo. Mas no pudieron traducirlo a palabras propias de los maestros, a pesar de que pusieron el acento en las cataduras de mejoría, como énfasis en el aprendizaje (situado, activo), la escuela al centro y porciones de autonomía para ejercer la práctica curricular. Las proclamas fueron infructuosas contra la oratoria incendiaria.
La contienda por la conducción del sistema educativo mexicano es de larga data, no se terminará con el arribo del nuevo gobierno. Cada reforma, aunque sea frágil, deja una impronta en el sistema. Lo que nos enseña la historia es que la escuela es una institución perdurable, que genera mecanismos de defensa contra embates de todo tipo. De que ha cambiado, ha cambiado, pero ha sido de manera gradual, no con grandes trancos. Incluso, las reformas trascendentes, como la de la educación socialista y la de la unidad nacional, o las no tan cimeras como las de los gobiernos de Echeverría y de Salinas de Gortari, o la más nociva que benéfica producto de la alianza entre el presidente Calderón y Elba Esther Gordillo, dejaron huella. La del gobierno de Peña Nieto dejará muchos puntos, aunque los legisladores —que se comportan como opositores y no como parte del grupo gobernante— no quieran dejarle ni una coma.
Lo mismo pasará con la evaluación. El debate seguirá. El INEE con su estructura actual desaparecerá, pero ciertas de sus funciones permanecerán, ya dentro de la SEP o en un Instituto sin autonomía. La narrativa, sin embargo, tal vez mude. La evaluación ya no será punitiva sino espléndida.
RETAZOS
Llegué a la conclusión de que el tiempo mexicano dura seis años, ni un minuto más.