Sergio Dávila
Hace varios años tuve la oportunidad de hacer un Diplomado sobre Currículum en Montevideo, Uruguay; auspiciado por la UNESCO al que asistimos educadores de varios países. Como parte de sus actividades, una tarde tuvimos un encuentro con los legisladores de los diversos partidos políticos de allá en el que se discutieron políticas públicas educativas, como el Plan Ceibal consistente en proporcionar a todo niño y maestro uruguayo una computadora o tableta con acceso a internet.
Escuché con atención los planteamientos de los 4 ponentes y me llamó la atención la forma en que se expresaban. Ningún insulto, ninguna descalificación. Se referían al “Señor presidente” y a “nuestro proyecto educativo”, añadiendo diversidad de posturas que se introducían con un, “nosotros tenemos una diferencia de enfoque con…”; “pensamos que debería hacerse tal modificación para mejorar el programa…”.
Al terminar la sesión, no pude aguantarme y me acerqué a ellos para felicitarlos. Les dije cuánto admiraba esa civilidad política y que era la primera vez que asistía a un debate en el que nadie se atacara ni descalificara, y en el que se intercambiaran puntos de vista e ideas. –“Nos ha costado muchos años de construcción que costó sangre uruguaya, no nos podemos dar el lujo de destruirla por mezquindades.
Después me preguntaron de dónde era yo, les contesté que de México; y ya no dijeron más. Sólo advertí en su expresión, una descompuesta sonrisa que elocuente, daba colofón a su respuesta.
La democracia en México vive su pubertad. Creció de la infancia en la que la ciudadanía no tenía derecho a voz, a transitar por un crecimiento desordenado y emocional que ha dado lugar a las tres alternancias en el poder ejecutivo. Muy distantes estamos aún de una democracia madura en la que se hagan realidad los anhelos constitucionales de que ésta sea “un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”, como lo afirmaba la fracción c del artículo 3º constitucional, antes de ser reformado.
¿Pero cómo se aprende a vivir en democracia? ¿De quién es la responsabilidad de educar a las nuevas generaciones de niños y jóvenes en este sistema jurídico, político y de vida en convivencia?
Como en muchos otros casos la respuesta inmediata es “TODOS”. Pero contestar así sin deslindar la responsabilidad de cada uno, es quizás la forma más efectiva de evadir por desconocimiento o dolo dicha responsabilidad. ¿Qué nos toca hacer a cada quién?, ¿Cómo se desarrolla entonces la ciudadanía?
A la escuela le toca una parte. Es la responsable de transmitir los contenidos históricos y culturales relacionados con esta forma de organización social. También es la responsable de formar en el pensamiento crítico, necesario para evaluar las opciones y propuestas, así como para desechar las falacias que sutiles o descaradas contienen los mensajes de quienes disputan el voto. Los conocimientos estadísticos básicos también contribuyen a reducir la posibilidad de ser engañados al evaluar la validez de una encuesta o entender por qué es posible contar con un sistema de conteo rápido o saber el resultado de una elección incluso antes de que se cierren las casillas por medio de encuestas de salida.
Pero la escuela no sólo transmite contenidos para su comprensión, también brinda oportunidades de vivencia en búsqueda del bien común cada vez que se participa en la elección de un representante de grupo, se realiza un trabajo en equipo o se construye un proyecto de impacto para la comunidad. Los detalles de la vida cotidiana como la organización del patio, el uso de una cancha de futbol o hasta las comisiones para desarrollar un periódico mural, nunca son inocuas. Contribuyen o entorpecen la formación en valores sociales, donde los niños aprenden que todas las voces deben ser escuchadas, y que ningún gusto, interés o capricho personal tiene preeminencia sobre las decisiones colectivas.
Sin embargo, como hemos insistido en ediciones anteriores de esta columna, la escuela no es tan poderosa como el testimonio que le da la familia al niño, dosificado en pequeñas lecciones de vida, que poco a poco, se enraízan en su corazón. Muchas veces, lo sabemos bien, de manera inconsciente. A los padres toca hacerse acompañar de sus hijos cuando van a las urnas. Además de esto, toca hablar con ellos. Pero hacerlo en términos diferentes a como lo hacen de su preferencia por un equipo de futbol. No se trata de “irle” a un partido político; sino de elegir a las personas a quienes confiaremos nuestros recursos y toma de decisiones.
Los niños y jóvenes ven y escuchan a sus papás hablando con otros adultos sobre política. Si escuchan sólo insultos, desconfianza y descalificaciones. No lo duden, eso aprenderán. Hay una gran cantidad de jóvenes que ven como un valor “no meterse en política” porque han aprendido que ésta es sucia y sólo para personas malintencionadas. Si ven a sus padres rechazando una invitación del INE para ser funcionarios de casilla porque “yo no tengo tiempo” o “a mí esas cosas no me interesan”, no duden que esa lección se aprenderá mejor, que si el profesor les pide memorizar el artículo 40 de la Constitución.
Y claro, los partidos políticos y quienes los integran también tienen responsabilidad en ello. Destruyen cualquier secuencia innovadora de aprendizaje o proyecto que se pueda realizar en la escuela, cuando los vemos falsificar su domicilio u origen étnico para incluirse con calzador en la lista de los propuestos. Cuando los vemos brincar de un partido a otro, sin menor pudor en desdecir sus otrora expresiones de adhesión a un proyecto. Cuando los vemos burlar la ley con artilugios para evadir las restricciones en su propaganda política. Cuando los vemos claro está, aprovechando los debates y cuanto micrófono tengan en frente para insultar o descalificar a sus contrincantes en lugar de contestar a las preguntas con propuestas. Y claro, cuando vemos que tampoco saben ni ganar ni perder. Los unos diciendo que los otros están moralmente derrotados o les recetan vitacilina para aliviar su ardor; y los otros escatimando el reconocimiento de una derrota.
Todas las instancias de gobierno también son responsables de formar en la democracia. Y aquí también nos quedan a deber. Sus palabras y acciones son el tsunami que acaba en segundos lo que a los docentes nos toma años enseñar en la escuela. No es admisible que quienes se comprometen a cumplir y hacer cumplir la constitución, sean los primeros en pisotearla o modificarla para acomodarla a sus intereses o ideología. Tampoco que quien tiene la responsabilidad de conducir a una sociedad promoviendo el diálogo, negociación y concertación; se solace en el monólogo de la descalificación y la posverdad.
Sí. Todos somos responsables de educar en la democracia a los niños y jóvenes. No es una tarea sencilla cuando el ambiente está tan crispado y polarizado. No es una tarea sencilla cuando se ha sembrado de manera perversa una desconfianza en el árbitro y las reglas establecidas por quienes hoy las critican. No es una tarea sencilla cuando la diversidad de opinión deja de ser valorada.
Invito a los amables lectores de esta columna para que pongamos nuestra parte. Hoy que se anuncian los resultados de las elecciones podemos empezar por mantener nuestras redes sociales libres de insultos o descalificaciones para las personas que lo visitan independientemente de sus filias o fobias políticas. Aceptando sin reclamos ni mezquindad los resultados, aunque no coincidan con nuestro voto o expectativa. No publicando, compartiendo o reaccionando a ninguna publicación que parta de la descalificación (“yo no sé qué tienen en el cerebro…”) odio (“ganamos y váyanse a la %$#$“), la polarización (“puro #$%$ votó por…) o el desconocimiento del proceso o resultados. (“A mí no me representa…“)
Respetemos a los ciudadanos e instituciones encargados de la elección, conteo de votos y observación. No compartamos noticias sensacionalistas sin verificar antes su procedencia y veracidad. No compartamos ningún meme que contenga insultos para los políticos o sus seguidores.
Los niños y jóvenes nos ven y aprenden de nosotros. Es suficiente razón.