La agudización de la protesta encabezada por la CNTE vuelve a ocupar la atención pública sobre el sistema educativo pero impide ocuparse de los problemas sustanciales. Que al gobierno le interese poco lo que piensen los maestros sobre la educación es algo que se sabe desde que se puso en marcha la mal llamada reforma educativa y no expresa sino su enorme desconfianza para generar ambientes participativos. Que a la CNTE tampoco le interese generar propuestas es una muestra de la descomposición que esa representación magisterial sufre, largamente generada por los usos políticos del sindicato, el clientelismo, la compraventa de plazas y la permisividad sindical y gubernamental frente a prácticas que atentan contra la educación. Es notoria la actual incapacidad para que desde el magisterio se geste una reflexión progresista con alternativas educativas y culturales de buen nivel, algo que existió, aunque efímeramente, en movimientos magisteriales previos.
Pero no, el actual movimiento de la CNTE no tiene ese horizonte. De hecho es un producto con dos orígenes, perversamente combinados: por un lado, es heredero del radicalismo gremialista de los setentas, dotado de un confuso lenguaje radical y de un amplio repertorio de prácticas políticas que lejos de ganar la simpatía social producen rechazo y alimentan un peligroso clima de provocación. Por otro lado, es un paradójico resultado del sistema político y administrativo prohijado por el corporativismo sindical priista, pero desprovisto en la actualidad del eje partidario-presidencial que los cobijaba. Pero no son víctimas sobre determinadas por las circunstancias históricas: son a la vez actores con voluntad propia para la acción política, con intereses gremiales y personales.
Muchas prácticas internas de la CNTE, como la obligación a participar en las movilizaciones, los castigos, las prebendas dadas a cambio de la fidelidad hacia los dirigentes, los privilegios y la tolerancia ante el incumplimiento del trabajo son plenamente conocidas. Es claro que a la CNTE no le interesa cambiar eso. Si les interesara ya lo habrían dicho, estarían preocupados por desarrollar una agenda educativa y laboral propia, y podrían emplazar con argumentos sustanciales al gobierno federal. Pero su discurso y sus motivaciones son de otro tipo.
La evaluación puesta en marcha por el gobierno no resolverá los problemas de la profesión docente. De hecho tiene serios problemas en su diseño y aplicación y, adicionalmente, llevará mucho tiempo para ser aplicada a todos los maestros. Simplemente es un mecanismo a gran escala que intenta frenar algunos de esos problemas, bajo el supuesto de que el mérito puede ser juzgado con el sistema profesional docente. Pero eso no tendrá mucho éxito porque la formación inicial del magisterio está desatendida y la formación continua está desarticulada de las necesidades formativas de los alumnos, pues no existen todavía nuevos planes ni materiales de estudio.
El gobierno federal tiene responsabilidad en lo que está ocurriendo ahora por haber privilegiado la ruta administrativa y política. Primero, con el golpe a Elba Esther como método de re- domesticación del SNTE y, después, con la decisión, junto con los partidos políticos del congreso, de comenzar por los asuntos laborales y la evaluación. En el esquema del gobierno subyace un profundo desprecio hacia el magisterio para desarrollar los aspectos educativos de la reforma, generar acuerdos y estimular experiencias que mejoren la educación desde las escuelas. Parece obvio que los maestros deban participar en ese proceso. De hecho, junto con la autonomía sobre la materia del trabajo, la participación es uno de los componentes fundamentales de la profesión y del profesionalismo magisterial.
Pero es lamentable que no existan actores que pongan sobre el escenario estos temas. En su lugar, la dinámica de la confrontación prevalece y el impulso autoritario y represivo asoma en el horizonte. En esas condiciones no hay negociación posible.