Esta semana, el Programa de Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) presentó un estudio que entra a detalle en los datos de resultados y contexto de los estudiantes, pero con el enfoque “Equidad en la educación: superar las barreras a la movilidad social”, como llamaron al reporte. En esta colaboración comentaré la nota que sobre México presentó PISA.
Lo primero que hay que decir es que, con sus aún muy mejorables referentes, es un paso adelante que el equipo de PISA comience a integrar una perspectiva más sistémica y menos reduccionista para juzgar los resultados en desempeño sobre las competencias referidas a ciencia, matemáticas y comunicación. Como Pasi Sahlberg y mucho otros observaron hace años, muchas de las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) carecen de suficiente ajuste de contexto, y pueden, en su generalidad, convertirse en una receta inadecuada para problemas complejos, de condicionamientos históricos y políticos de gran profundidad.
El estudio global reconoce (sin cuestionar las materias de gobernanza, presupuesto y recaudación fiscal) que vivimos en un mundo de creciente desigualdad económica, y que la educación no puede renunciar a su tarea de propiciar la equidad (entendida como iguales oportunidades, de manera que el antecedente socioeconómico de las familias de origen no determine fatalmente el alcance de resultados satisfactorios en el desarrollo de competencias para la nueva generación).
La nota para México está organizada, a mi juicio, con muy poca fortuna para convocar a la acción. Pero propongo una lectura que traiga a la mesa datos inquietantes y que nos muevan a reflexión. Por ejemplo: 80 por ciento de los estudiantes mexicanos que participaron en la última edición de PISA vienen de un contexto de desventaja (es decir, son muy bajos la escolaridad e ingresos de sus padres) y 60 por ciento estudian en escuelas donde la norma es esa misma desventaja. Sorpresa (es ironía): México tiene escuelas pobres para pobres. La población escolar refleja la estratificación socioeconómica del país. Triste: el mecanismo central de movilidad social no cambia, sino en general refleja la división de fortunas entre los mexicanos. La nota asienta que, en ciencias, los resultados entre los mexicanos más desventajados y los más afortunados de sus coetáneos, 15 años cumplidos, la diferencia de puntajes en sus resultados es de 60 puntos, el equivalente a dos años de escolaridad. Venir de familia en contexto marginado prevé tener resultados al terminar el tercero de secundaria, como lo que se obtiene en primero de secundaria en un contexto favorecido.
Otra no tan sorpresa: los alumnos de contexto de desventaja, cuando están en escuelas de ventaja, tienen 71 puntos más que sus pares de origen. Es decir, aunque sea de la zona más complicada de Ixtapaluca, en una escuela pública de la Colonia Roma es previsible que no se produzca una diferencia con los jóvenes que son vecinos de la escuela, con padres de ingreso medio alto y licenciatura. No es genético, ni mucho menos: aún con posible bullying, aún con el desfase de nutrición y hasta de atención y crianza, el efecto colectivo puede “jalar” o al menos no extinguir el potencial educativo. 12% de los desventajados están en el cuarto superior de resultados; son “resilientes”, es decir, con todo y el contexto empobrecido de su vecindario y de su escuela, obtienen resultados de aceptables a superiores.
El punto está hecho: origen no tiene que ser destino. Pero no pasa mágicamente; hay políticas y prácticas que favorecen la equidad y por lo tanto la movilidad social, y descuidarlas es dejar que el sistema educativo reproduzca las pautas de subordinación y marginación.
La nota de OCDE es muy escueta al recomendar tres políticas educativas: a) invertir fuerte en educación inicial de los desfavorecidos; b) monitorear y apoyar con recursos adicionales las situaciones de desventaja, reduciendo la “concentración” y c) formar a los maestros para que tengan instrumentos efectivos para lidiar con la diversidad, comunicarse con las familias y sumarlas al proceso de sus hijos, favorecer un clima escolar de identificación y gran empatía, usar estrategias adecuadas para revertir las brechas, como la tutoría entre pares. Recetas, fáciles de decir, arduas de implementar. Pero hay experiencias ya en México, que vale la pena referir, como lo haré en mi siguiente entrega. Ya pasa; ahora es analizar dónde, por qué y qué esperanzas hay de ampliar esas buenas prácticas, especialmente en la responsabilidad del gobierno entrante.