¿Qué se requiere para transformar la experiencia educativa en el país, y no sólo aparentar que se ha hecho? Si lo que se busca es que, al asistir a la escuela, se acceda no sólo a un pupitre sino a la posibilidad de aprender, es preciso contar con algunas ideas claras de lo que ese proceso lleva consigo. Son condición de posibilidad de una reforma educativa que merezca ese nombre. Una, crucial, es la noción que se tenga del lugar al que, cada día, llegan millones de niños en el país.
No es lo mismo si las autoridades conciben a ese sitio social como un enseñadero, de forma análoga a un establo en que abreva y se vierte alimento al ganado (expresión que retomo de Manuel Gómez Morín), a que comprendan el significado, y la relevancia, de la institución a la que llamamos escuela y lo que en ella ocurre. Ninguna autoridad educativa —en su sano juicio— propondrá en el discurso que entiende al sistema educativo como un conjunto de corrales en que se agrupa a la población, en edad escolar, para “darle” conocimientos cual forraje a un hato de vacas.
Pero sus programas pueden estar fincados en esa imagen y actuar en consecuencia. ¿Cómo dilucidar si, tras las cuidadosas palabras de sus arengas y bellas imágenes de la propaganda oficial, subyace la idea de enseñaderos y no la de escuelas?
Hay tres pistas a considerar: el modo en que entienden y valoran el trabajo docente, el proceso formativo que requiere y los linderos en que ocurre: es decir, el complejo rol del profesor o la maestra en el vínculo con los alumnos para suscitar el aprendizaje, el lugar en que ese saber experto se adquiere, y donde se pone en práctica.
La docencia como actividad profesional es tan complicada, o más que la de un controlador de vuelos. Ordenar las coordenadas, distancias, alturas y ritmos en que han de esperar para ascender o aterrizar los aviones, y comunicarlo con claridad, es muy importante: va en ello la vida de muchos; del mismo modo, saber ubicar las condiciones formativas y emocionales, variables sin duda, de cada uno de los integrantes de un grupo de 35 alumnos, para que, en esa diversidad, cada uno esté expuesto del mejor modo a la posibilidad de aprender es crítico, difícil e imprescindible: va en ello el desarrollo del talento del país. Apreciar así la labor docente conduce a un profundo respeto, e interés, por el saber, tan peculiar y no, que se cultiva en instituciones especializadas de educación superior en que se forma a una profesora o maestro: las Escuelas Normales, para que luego se ejerza al coordinar un haz de relaciones que se enlazan en el circuito de una escuela y más allá.
Por ello, una reforma educativa que tenga sentido finca su rumbo en el reconocimiento del trabajo docente, las instituciones donde se aprende a serlo y los lugares en que se lleva a cabo. Y, en sentido contrario, si se dice que está en curso una reforma educativa que no aprecia el valor de la docencia, pues se arma que “cualquiera puede enseñar” y desconoce la importancia de las Normales, nos hallamos frente a la concepción de enseñadores que, luego de estudiar algo y pasar un examen que no permite valorar, de manera confiable y válida, lo que se sabe hacer en las aulas, irán, llenos de blasones y reconocimientos huecos (idóneos, satisfactorios o destacados) a los enseñaderos con el fin de adiestrar a los niños a responder, a su vez, exámenes de opción múltiple, y a aprender a aprender cómo se resuelven evaluaciones vacías de densidad cognitiva, propias de un espacio social, laboral y político que requiere sometimiento y repele la iniciativa y la crítica.
Sin atender estos temas, como principios y al principio, no se avanza.La reforma educativa en México, entonces, está pendiente y urge. Lo que, con ese nombre, pende de un mecate deshilachado, es un espejismo.