Los libros pueden abrir o cerrar ventanas. Dejar pasar la luz y que la mirada se extienda más allá de los linderos de nuestra particular manera de ver las cosas o contribuir a la oscuridad ensimismada, a la penumbra desde la que se definen los límites del mundo, equivalentes a la pequeñez de los prejuicios. Liberan o amarran. Cuartillas para volar o páginas que aplastan.
Es muy importante encontrar en un libro de texto de Biología para primero de secundaria, un párrafo que diga, sin ambages, que “tanto hombres como mujeres tienen el derecho de relacionarse libremente entre sí y formar parejas, siempre y cuando lo hagan voluntaria y conscientemente”. Y, por lo tanto, “ninguna de las formas de preferencia sexual es incorrecta ni debe ser discriminada”. Somos una sociedad mejor si en ese volumen se arma, también, que “una de las falsas actitudes que debe ser eliminada es la homofobia o la creencia de que la homosexualidad es una enfermedad o una actitud aberrante que debe ser corregida”.
Alegra saber que en la escuela mexicana la sexualidad será algo más, mucho más que el medio para la reproducción o riesgo de enfermar. Será propuesta, a su vez, como fuente de placer y responsabilidad amable, ya no culpa ni misterio ni vergüenza: hablar, dialogar sobre la masturbación o la dimensión erótica, diversa y, por ende, rica, nos libera.
Las palabras que entrarán al salón, antes prohibidas, van a perder el sigilo en que han vivido, malformado y sofocado libertades y, con ello, dichas en voz alta, nuestras aulas serán menos jaulas. Espacios para aprender, reconocer y respetar lo diferente, lo diverso: el nosotros que es así, no es un yo multiplicado, por ser distintos.
El artículo 3 indica que la educación que imparta el Estado fomentará —entre otros valores— “el respeto a los derechos humanos”. Que “será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa” y que “luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Ha de contribuir “a la mejor convivencia humana, a n de fortalecer el aprecio y respeto por la diversidad cultural y la dignidad de la persona”. Y a que sean realidad “los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos”.
Lo que antes, soterrado, se balbuceaba; aquello que pasará de murmullo a letra y voz en los salones y, seguro, llegará a las casas, nos va a cimbrar y a enriquecer al mismo tiempo. Será un reto pedagógico, pues no basta con decirlo: ubicarlo en el espacio para aprender no es trivial. A todas, dentro y fuera de la escuela, hablar y pensar en estos temas nos moverá del cómodo sitio del estigma y el silencio, ya sea ignorante o hipócrita. La educación que vale la pena cuestiona certezas y quiebra silencios. Es crítica y duda. Pregunta por la raíz de los dogmas y encuentra su escuálida raigambre hundida en el lodo del desprecio por el otro: por diverso y tan distinto. Pasar del texto al hecho de una escuela abierta a la diversidad es un proceso.
Estos libros abren una vereda, pero no son todavía camino cierto. Habrá que trabajar entre nosotros y con nosotros. Necesitamos cambiar: aprendimos en libros mojigatos y hemos de enseñar con textos que nos cuestionan y retan. El diálogo con las madres y padres no será sencillo. Ni la conversación en nuestra casa. Tampoco la plática con ese a quien vemos cada día en el espejo. Llegó una propuesta que provoca, que rompe esquemas de pensamiento y modos de concebir la vida: nada más. Enhorabuena.