El presidente Venustiano Carranza tenía claro —y por eso lo expresó en la exposición de motivos— que para que la empresa educativa sirviera al pueblo y a la nación, el gobierno y la sociedad deberían rendir homenaje a los virtuosos maestros mexicanos. Y decretó que, a partir de 1918, el 15 de mayo sería El Día del Maestro.
Tradición que se ha respetado. La figura del maestro, sin embargo, ya no es la del paladín de la cultura, como en alguna arenga apuntó Jaime Torres Bodet. Dado el gigantismo del sistema educativo, la masa de docentes que se desempeña de preescolar al posgrado creció a grado tal de que es difícil encontrar una identidad única “del maestro”.
Por razones históricas y por el número, el simbolismo del homenaje se centra en los maestros de educación básica. Aunque no haya homogeneidad, subsisten cartillas de identidad, lazos de solidaridad —aunque en las lides sindicales militen en facciones antagónicas— y talantes ideológicos, acaso porque la mayoría proviene de escuelas normales.
Hay una tradición normalista arraigada en la escuela pública de que el maestro es un trabajador, un empleado del gobierno y no otra cosa. Hay orgullo —a veces hasta arrogancia— al plantearse ante quien sea y decir “soy maestra” o “soy maestro”. Y lo defienden con razones y prácticas.
Vasconcelos, Cárdenas, Torres Bodet y Peña Nieto fracasaron al querer imbuirles atributos de su personalidad con mensajes edificantes.
Para el legendario primer secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, el maestro no era maestro, era misionero. Construyó un discurso donde ese catecúmeno era el abanderado de la cultura nacional, el arquetipo de la raza de bronce, quien llevaba las primeras letras y el conocimiento a las masas de analfabetos que poblaban el territorio. Era una persona ejemplar.
En el interregno de la educación socialista, los amos del poder político le decían al maestro que no era maestro —ni misionero—, que era un agitador social, el organizador que construía del espíritu proletario. Su labor principal era imbuir en las masas de pobres el concepto exacto del universo y la vida social y organizarlos para luchar contra la opresión y el capitalismo. Primeras letras sí, pero primero la conciencia social.
En los tiempos de la unidad nacional, los gobernantes le revelaban al maestro su cometido; no era maestro, era un apóstol: abnegado, líder de las comunidades, quijote laico que luchaba contra el fanatismo religioso y arquitecto de la unidad de la nación, de la mexicanidad.
Hubo intentos en el periodo del desarrollo estabilizador y hasta mediados de los 80 de catalogar al maestro como técnico cumplidor de objetivos (el reino del conductismo) diseñados desde la cúspide del poder. Esta perorata no tuvo mayores consecuencias, ya que no cazaba con un símbolo zalamero.
El gobierno de Enrique Peña Nieto invitó al maestro a ser un profesional, con atributos distintos a los de ser empleado: independencia de criterio, autonomía intelectual, esfuerzo, mérito y ética laboral.
Pero la tradición pesa en la mente de los vivos y los gobernantes no hacen la historia como a ellos les gustaría, como lo postuló el viejo Marx, en El 18 brumario de Luis Bonaparte.
Ni generales revolucionarios ni intelectuales notables ni tecnócratas triunfaron al querer otorgar una personalidad distinta al maestro. La persistencia cultural del magisterio es sólida, tiene raigambre.
El presidente López Obrador optó por respetar el peso de la tradición. Su gobierno abanderó la abrogación del Servicio Profesional Docente y la oferta de profesionalización implícita. Hasta hoy no ha hecho una propuesta de cambio a los maestros; parece que desea regresar al estatuto de antes del Acuerdo para la modernización de la educación básica de 1992.
A lo mejor me equivoco y hoy, justo cuando celebre la desaparición de la “mal llamada” Reforma Educativa, tal vez rememore a Carranza y ofrezca pistas de cómo concibe al maestro. Hoy, en este emblemático día.