El tigre siempre estuvo ahí, sigiloso, al acecho de su presa. Su instinto natural surgió y la elección se definió.
Tuvo que esperar cinco largos años, padeciendo serios castigos – inmerecidos, por cierto –, pero sabedor de que algún día daría el golpe certero.
No, no se trató de un mal sueño; tampoco, de un imaginario que sólo habita en la mente de quienes piensan que la vida es la misma para todos. Claro, no todos viven en floridos campos fértiles; claro, no todos han vivido las penurias que la naturaleza impone y, para las cuales, no hay clemencia, solo la estrepitosa realidad de haber nacido en mundos diferentes.
No, no se trató de una serie de pesadillas, continuas, atosigantes. Se trató pues, de una serie de vejaciones, malos tratos y amargos sufrimientos. Su especie, aún sin estar en peligro de extinción, se vio una y otra vez atacada, denostada, agredida, sobajada, golpeada. El temor era evidente. No había forma de quitarse el yugo que lo estrangulaba. Sabía que la esperanza se hallaba mermada… pero aún confiaba.
¿Qué otra cosa podía hacer si sus posibilidades emancipadoras se veían constantemente atacadas por quienes, en principio, deberían propiciarlas?, ¿qué otra cosa podía hacer si al menor intento, otros tantos más de su misma especie, eran desaparecidos o mutilados?, ¿qué otra cosa podía hacer si su rugido, cual clemencia que continuamente se lanza a los cuatro vientos, era completamente ignorado y apabullado por las armas que deberían protegerlo?
Acorralado y sin un dejo de libertad, simple y llanamente esperaba. Sí, esperaba. Sabía que el momento aún no llegaba y, sólo tal vez, la idea, la vaga idea de un futuro mejor por una pequeña abertura aún se asomaba. ¿Acaso no el instinto provoca la sobrevivencia del alma?, ¿acaso no el instinto genera la posibilidad de vislumbrar un mejor mañana?, ¿acaso no el instinto propicia el actuar sin temores y falsas esperanzas?
Sí, el tigre siempre estuvo ahí, al acecho, esperando el momento en que las condiciones naturales lo llevaran a mostrar su poderío, su fuerza inquebrantable, su espíritu inasequible. Sí, el tigre siempre estuvo ahí, agazapado, observando, midiendo el terreno, asegurando su ataque. Sabía pues, que la paciencia era el único elemento que lo llevaría a ganar la batalla. Desigual, por cierto, pero no había de otra: o esperaba o esperaba; y no era para menos, la serie de atroces sucesos que habían mostrado la crueldad existente en su hábitat, lo forjaron, lo calmaron, lo apaciguaron, momentáneamente, pero al menos, eso sí lograron.
Lo que jamás lograron, fue comprender ese instinto cuya esencia se circunscribe a la propia naturaleza y de lo que ella emana. Sí, una naturaleza que no vacila, no juega, no intenta. Simplemente ocurre, sucede, se manifiesta…
Y así fue, el momento llegó y la naturaleza actuó. El tigre, ese que por varios años se mantuvo agazapado, salió de la nada para demostrar que su fuerza es única, inigualable e incomparable. No hubo poder que lo detuviera. Las condiciones naturales estaban dadas y el tiempo había llegado.
No, no fue un instinto de venganza, rencor u odio. Se trató de un hecho natural que, cual río embravecido por la tormenta vuelve a la calma; después de varias tormentas, varios sinsabores, varios intentos fallidos, logró que el tigre retomara su curso, su andar, su camino. Un camino que, ciertamente está irreconocible, pero que puede ser reconstruido con mesura, prudencia y con calma. Esa calma que solamente otorga la tranquilidad del deber cumplido; porque si de algo estoy seguro, es que ese tigre, ese que estuvo oprimido, después de lo vivido, no volverá ni buscará lo mismo. ¿Por qué afirmo esto? Porque tengo claro que mientras ese tigre sea consciente de que él es él y sus circunstancias, nada, pero absolutamente nada, podrá envolverlo ni convencerlo de regresar a la prisión a la que fue sometido y, para ello, la educación que pueda recibir en diferentes espacios, será de vital importancia para lograr tal cometido.
Un cometido que, lejos de representar un gran desafío, resulta favorecedor para quiénes en ese hábitat, tenemos la gran fortuna de dedicarnos a la enseñanza.
Sí, el tigre siempre estuvo ahí, y ahí estará esperando…