En la historia del mundo, nadie ha conseguido diseñar la ecuación perfecta entre instituciones y valores para garantizar buenos gobiernos. De hecho, esa ecuación no existe, pues cada movimiento a las normas fijadas para convivir mejor modifican a su vez las preferencias y las conductas de los individuos, de modo que siempre es necesario el ajuste mutuo entre ambas cosas: entre lo que consideramos preferible y las reglas que nos damos para conseguirlo. Por esta razón sabemos que las instituciones tienen periodo de vigencia y que muchas de las nuestras, como las medicinas caducadas, en vez de curarnos, envenenan.
La búsqueda de candidatos a los puestos que se disputarán en junio está basada en reglas caducadas. Se suponía que habrían de asegurar procedimientos democráticos para seleccionar a las personas más calificadas, de cara a los ciudadanos, pero no han conseguido más que exhibir ambiciones personales, disputas internas en casi todos los partidos, un nuevo abuso de los recursos públicos y un franco desprecio por los puestos ya ganados. Todavía no tenemos candidatos y las elecciones siguientes ya están dañadas por el lamentable show que los partidos están dando para colocar a sus amigos en las posiciones principales.
Es probable que el caso más lamentable sea el de las delegaciones despreciadas en el DF. Mientras estuvieron en campaña, las y los candidatos a esos cargos se presentaron como adalides de los gobiernos locales de la capital. Pero hoy, todos ellos han considerado mejor abandonar el barco. Si algunos no lo hacen, no será por la convicción de cumplir su cometido democrático, sino porque no encontraron el respaldo partidario suficiente. De modo que (casi todas) las demarcaciones de la capital del país serán gobernadas durante el 2015 por personas que no fueron electas por los ciudadanos, mientras los legítimos rascan en busca de otros huesos.
Las reglas actuales favorecen esas conductas inobjetablemente oportunistas. Nada les impide a esos políticos ir saltando de una posición a otra —como está sucediendo también en muchos otros
lugares del país—, aduciendo sin embargo sus derechos democráticos. Sus partidos prefieren a esos candidatos ya formados que apostar por nombres y trayectorias diferentes: sus redes pueden garantizarles votos y éstos, nuevos espacios de poder.
Que abandonen los puestos a los que se habían comprometido pública y expresamente no tiene ningún costo, pues los electores no suelen castigar ese desaire. De modo que a todos les conviene la
maniobra: los profesionales del poder habrán garantizado un nuevo puesto en el futuro próximo y los partidos habrán consolidado redes construidas al amparo de los puestos anteriores. Y de paso, los espacios abandonados antes del periodo serán cubiertos con alfiles leales a la causa, pues tampoco hay reglas suficientes para impedir que las vacantes se ocupen en función de las ambiciones del poder.
Tampoco tenemos garantías de que los recursos públicos no sean empleados para favorecer las campañas de quienes le han dado la espalda a los ciudadanos que los eligieron antes, porque los servicios profesionales de carrera —en cualquiera de sus versiones— siguen siendo una promesa no cumplida de nuestra democracia. Quienes se quedan en las oficinas de las delegaciones desairadas (o de los municipios, los escaños o las curules, que para el caso es lo mismo) forman parte de los equipos de quienes volverán a las campañas y, con toda seguridad, estarán a su servicio. Y lo mismo puede suceder con los dineros y la autoridad que tienen en sus manos. Todo servirá a la nueva causa: ganar los votos necesarios para renovar el hueso.
El único castigo institucional que tendríamos a la mano sería negarles, con dignidad republicana, cualquier voto. Si nos han abandonado, que se queden solos. Pero los partidos saben que eso no sucederá y duermen tranquilos.
Investigador del CIDE