Más de 25 millones de alumnos, alrededor de un millón de docentes y cerca de 100 mil trabajadores administrativos retornaron ayer a las escuelas. No fue un día cualquiera. El regreso a clases tiene personalidad y patrimonio simbólico propios. Incluye alegrías, enojos y hasta dramas individuales que, sumados, presentan grietas en la cohesión social.
Si las memorias de mis años tempranos son fieles y el conocimiento que arrojan estudios etnográficos correctos, ayer muchos pequeños estuvieron contentos de regresar a la escuela. Las vacaciones no fueron el sueño dorado, no salieron de su ciudad, sólo un pequeño porcentaje —la mayoría de escuelas privadas— fueron a la playa. Si bien los niños de clase media jugaron más ratos con sus aplicaciones electrónicas o vieron televisión y algunos corretearon en la calle o en el parque, la mayoría se aburrió. Ayer se encontraron de nuevo con sus amigos de la escuela.
Presumo que también las madres que laboran y que tuvieron que dejar a sus hijos mientras atendían su trabajo sienten gusto del regreso a clases; piensan que sus vástagos estarán en buenas manos, al menos por unas horas.
Las molestias que muestra el retorno a la escuela tiene dos frentes, el interno y el de afuera. El que afecta las tareas de las escuelas tiene que ver con la planta docente: reintegrarse a labores rutinarias, enfrentar las directrices que llegan de arriba, preocuparse porque en los corrillos se habla de la próxima evaluación y las dudas sobre el nuevo modelo educativo: “Con el trabajo que me dio agarrar la idea de las competencias —me dijo una alumna de maestría que es docente de secundaria— y ahora me van a salir conque no sirven, que el rollo es otro”.
Los incordios que provoca el regreso a clases en el medio social, en especial en las grandes ciudades, son mayores: embotellamientos, hacinamiento vehicular, enfados por los retrasos, pleitos por cualquier motivo, gritos contra las madres de familia que dejan su coche en doble —hasta triple— fila mientras llevan a sus hijos a la puerta y, si hay oportunidad, algunas incluso se echan una pequeña charla con la vecina.
Sólo la paciencia y los hábitos de convivencia —que, aunque algunos lo nieguen, sí existen y se reproducen en la comunidad— aligeran el caos organizado que significan las horas de entrada y salida de clases. La escuela, al final de cuentas, es un servicio que beneficia a la nación; es un bien público que casi todos los segmentos sociales protegen, aunque se peleen por controlar su hacer y el contenido de la educación.
En la Megalópolis —como le dicen al área metropolitana de la Ciudad de México—, el día de ayer fue particular. Se da al mismo tiempo en que entra en vigor el Hoy No Circula total; bueno, no total, pero sí para la mayoría del parque vehicular. Ya nos hicimos dependientes del coche. El transporte público es de baja calidad y escaso; claro, hay excepciones, pero pocas.
Hay docentes que viven lejos de su centro de trabajo, que en días normales hacen 45 minutos de traslado. Sin el coche, combinando diversos medios, les puede tomar hasta dos horas. Llegarán tarde y molestos. Habrá el maestro de secundaria que tuvo que tomar dos autobuses y el Metro, además de caminar dos kilómetros para llegar a la escuela e impartir clases a seis grupos, algunos de ellos conflictivos. Los estudiantes pagarán por su dolor de cabeza y mal humor. Cientos de sus colegas están igual o peor de enojados. No se diga la directora, que tiene que reportar que cuatro de sus maestros (no que los consideren de su propiedad, es parte del lenguaje del sector educativo) llegaron tarde y uno de plano no se asomó por el plantel.
Las relaciones sociales de las escuelas mexicanas están inmersas en tradiciones contradictorias: hay trabajo en equipo, sí, pero enmarcado en reglas que se derivan del viejo corporativismo. Esta colección de dramas, minúsculos si se quiere, desgasta a las escuelas, relaja las reglas formales, genera malestar y quiebra el trabajo de la comunidad. Al final de cuentas, debilita la cohesión social que, se supone, la escuela debe vigorizar.
El regreso a clases de ayer fue un día más tremendo que el de otros años.
RETAZOS
Jefe Mancera: Parece que no sólo retrocedemos, también vamos en reversa. Eliminar la vuelta a la derecha en rojo fue una tontería, provoca más embotellamientos, contaminación y malos ratos. Lo peor: no protege a los peatones de los malos automovilistas y choferes de los microbuses. ¡Regrese al buen camino!