Miguel Casillas
Inherente a la primavera, volvió la vida a las universidades. Por fin, después de dos años, los espacios universitarios vuelven a ser habitados por sus destinatarios.
Con el retorno a las clases organizadas que suponen el intercambio presencial de argumentos, enseñanzas y aprendizajes, volvieron los alumnos y profesores a encontrarse en el campus. Todos hemos pasado por la pandemia; los que ya nos conocíamos hoy nos vemos dos años más viejos. Sin embargo, hay una enorme ilusión por encontrarse y aprender juntos. Hay muchas ideas que estuvieron silenciadas y que hoy desbordan las comunicaciones, los diálogos y las discusiones en clase.
Han vuelto las asesorías y las visitas inesperadas a los profesores. Detrás de las máscaras nos reconocemos en pasillos y salones. Muchos estudiantes están conociendo a sus compañeros y a sus profesores, pues sólo nos veíamos por las pantallas. Los estudiantes por fin distinguen el rostro de las secretarias y del personal administrativo. Hay una renovada relación cara a cara, aunque mediada por la mascarilla.
Con renovada intensidad hay conferencias, congresos y coloquios; se incrementa el número de eventos universitarios y se diversifica la oferta cultural en las universidades. Las salas de teatro y de concierto empiezan a ser visitadas por los estudiantes, los espectáculos de danza y las exposiciones se revitalizan con el público estudiantil.
En las bibliotecas y centros de cómputo, que estuvieron desiertos durante meses, hay boruca de tecleados, susurros y sillas que se arrastran; entre el polvo vuelven a volar las palabras que estaban encerradas en los libros.
Todo ello supone una importante transformación del espacio, una mutación hacia la vida. Reaparecen los colores, los olores, los sonidos y la camaradería propios de oleadas de jóvenes llenando los pasillos, desbordando las oficinas y los baños; disponiendo de explanadas y las escaleras para conversar, de los jardines para tomar el sol y de las canchas deportivas para echar una cáscara.
Después de estar desolados, sujetos al homogéneo color gris del campus, los pasillos estallan en una fiesta de colores. Las y los estudiantes vuelven a apropiarse del espacio universitario y se encuentran en sus vestimentas, portan lentes, ropa, gorras y pelos de colores; un nuevo aditamento completa el ajuar de cada quien: el tapabocas. Aparecen los cuerpos, cabelleras, andares y juegos.
Durante más de dos años, los compañeros de la limpieza de los campus se aburrieron, hoy no se la acaban. El predominante olor a desinfectante hoy compite de nuevo con el aroma de la comida y el café, de los sudores y los perfumes. El espacio universitario vuelve a oler a escuela, a plumones y pizarrón.
El sonido del silencio ha quedado atrás. Hoy en el ambiente universitario vuelven a ser familiares las risas, los gritos, las clases que se escuchan en el pasillo, las puertas que se azotan, la alharaca y los murmullos. Ya hasta hicieron un carnaval en la UAM.
El regreso al campus es también el momento de los abrazos y de los encuentros. Entre profesores, entre estudiantes, entre todos. Detrás de la máscara volvieron los besos, nos volvemos a saludar de mano. Claro que hay cuidados, todos estamos más o menos sujetos al estado de alerta sanitaria, hay más limpieza de manos, en los baños se cuida que haya agua y jabón. A pesar del miedo, los amigos vuelven a abrazarse y a palmearse la espalda. En el deporte todos sudan juntos. Paulatinamente la desconfianza deja paso a la hermandad.
El regreso a las actividades presenciales, después de dos años de pandemia, es un momento oportuno para valorar la vida y celebrar la oportunidad de volvernos a encontrar. Ojalá y sea también la ocasión de un balance reflexivo y crítico sobre nuestro pasado reciente, que nos permita aprender, sacar un saldo e imaginar un nuevo futuro.