Miguel Ángel Rodríguez
¡No matarás! El Papa Francisco invoca el primer mandamiento del credo cristiano y de todos los humanismos, empezando por el pacto social del jusnaturalismo, para nombrar el sistema económico global que siembra la muerte sobre la naturaleza, que dinamita la casa común de la humanidad con un proyecto cultural civilizatorio que domestica y empequeñece el valor de la vida humana. El contexto mundial en el que ocurre el acto educativo resulta, a su juicio, una civilización que se caracteriza por “el empobrecimiento de las facultades de pensamiento y de imaginación, de escucha, de diálogo y de comprensión mutua”.
Francisco no lo oculta, lo dice, lo publica a los cuatro vientos, la economía de mercado aniquila, reduce y mata. Concluye que la humanidad experimenta una grave crisis antropológica que debemos atender con urgencia, con carácter de prioridad, pues estamos tocando los límites de la vida sobre la Tierra. Y nos propone un pacto educativo ecuménico, incluyente, sin diferencias de credos religiosos o ideologías políticas, una alianza global que reconozca la fraternidad como primer principio filosófico y pedagógico de los programas de estudio en el mundo. “Una alianza entre los habitantes de la Tierra y la “casa común”, a la que debemos cuidado y respeto. Una alianza que suscite paz, justicia y acogida entre todos los pueblos de la familia humana, como también de diálogo entre las religiones. Para alcanzar estos objetivos globales, el camino común de la “aldea de la educación” debe llevar a dar pasos importantes. En primer lugar, tener la valentía de colocar a la persona en el centro.”
Vaya que se trata de un acto de audaz reforma intelectual, pienso en los hombres más poderosos de México, empresarios y políticos que han levantado sus fortunas sobre el crimen y la corrupción, sobre la confusión de lo público y lo privado, sobre la destrucción de los entornos ecológicos, sobre el patrimonialismo semiburocrático, un tipo de dominio que ni es chicha ni es limoná, porque ni es un tipo racional legal de dominio político ni es propiamente una forma tradicional, pues se fundamenta sobre una ficción constitucional moderna. Las leyes van por un lado y la realidad real, el presupuesto económico, ya lo sabemos, por otra vía muy diferente, como ocurre con el derecho a la educación. El mismo divorcio suele ocurrir con frecuencia entre los empresarios, los capitalistas de América Latina, pues públicamente hacen profesión de fe católica, cierto, pero al interior del cuarto de máquinas, donde se produce el plusvalor de los trabajadores, en sus empresas, prevalece la economía del descarte, la exclusión (racismo, clasismo, patriarcalismo), el outsourcing, los salarios de hambre; en pocas palabras, la explotación incondicionada del ser humano por el ser humano. ¿Cuál será el comportamiento, la respuesta, de las escuelas católicas privadas, confesionales, de nuestro país, instituciones educadoras de las élites, frente a esta exhortación papal para destronar la exclusión y para sembrar la fraternidad franciscana entre las comunidades escolares…?
Es la serpiente de la soberbia y la avaricia, con sus ojos amarillos, la que nombra el Vicario de Cristo. Es la voluntad ciega de poder de los dueños de la maquinaria financiera, es la verdad de la técnica que cosifica, con sus cálculos y estimaciones de valor estandarizados, las comunidades escolares del mundo, a eso hace referencia. Eso es lo que tiene que cambiar con urgencia. El sentido pragmático del éxito, la competencia salvaje y la egolatría, la mismísima meritocracia, resultan contrarias a la idea de educación fraternal y comunitaria del Sumo Pontífice, quien piensa que solo es posible “crear vínculos de unidad si soy capaz de vivirlos en una iniciativa donde cada uno resigne las ganas de mandar y haga crecer las ganas de servir.”
Pero la reforma pedagógica, moral, más profunda, a mi entender, es la que propone situar a la “persona” en el centro. Y lo es porque convoca a un movimiento global de descosificación de los curriculums; o, mejor, de humanización de los protagonistas del acto educativo, pues, dejando de lado, por el momento, el sentido teológico del Papa, la filosofía enaltece el concepto de “persona”. María Zambrano lo define como algo más alto, un más allá de la individualidad física del ser humano, pues se trata de dotarlo de la conciencia de “…saberse a sí mismo como valor supremo y como última finalidad terrestre”. Así pues, cuando hablamos de persona hablamos de dignidad y también de la comprensión del ser del hombre.
El concepto de persona podría resultar indigesto para los racismos, clasismos y patriarcalismos de toda laya, resulta muy complicado para la estabilidad del ejercicio autoritario del dominio político, pues el respeto a la voz propia de los gobernados, de los profesores y estudiantes, es el principio básico de la coparticipación tanto en la república como en la escuela. La persona es consustancial al sentimiento de fraternidad, pues necesito valorarme primero a mí mismo para valorar luego a los otros. En el “Mensaje del Santo Padre Francisco para el lanzamiento del Pacto Educativo” (19/09/2019) afirmó: “Hoy más que nunca, es necesario unir los esfuerzos por una alianza educativa amplia para formar personas maduras, capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna…”
En ese mensaje previo a la firma del pacto escribe que la existencia actual experimenta un cambio de época y añade que el ser humano se encuentra encarcelado en el torbellino de la velocidad tecnológica y digital que disuelve, rápidamente, los puntos de referencia. La identidad psicológica de los sujetos “se desintegra en una mutación incesante” que “contrasta con la natural lentitud de la evolución biológica” (Carta enc. Laudato si’, 18).”
Está convencido de que algo está saliendo mal, pésimo, en la educación de la humanidad, pues el tipo de ser viviente que estamos formando en las aulas de nuestros sistemas educativos es apenas un pieza mecánica, enajenada, un andamio en el engranaje de la verdad de la técnica. Obsesionados en cultivar como valor supremo de los programas educativos el pragmatismo del éxito (económico, político, académico, artístico, deportivo y mil etcéteras), en someter todo, los seres humanos en primer lugar, a la verdad de las cosas y a las necesidades técnicas del imperio global, la fraternidad, el reconocimiento de los unos en los otros, la construcción de una ontología y una lógica polivalentes, de una educación para el cuidado de nosotros mismos y de los entornos ecológicos, es, en lo hechos, impensable y está fuera de los objetivos de la educación mundial.
El pontífice argentino hace un llamado a cambiar nuestras vidas, porque ya no tenemos mucho tiempo, hay pasajes en los que parece inspirado por las ideas de Peter Sloterdijk, por la caracterización de que la historia actual representa el triunfo, la coronación de la razón cínica, la falsa conciencia ilustrada que, conciente de la destrucción del todo, avanza voraz a la búsqueda del oro, aunque para ello haya de sacrificar el amor y la vida misma. Como sea, por diferentes jardines secretos del pensar ambos concluyen que vivimos una crisis antropológica que es necesario superar. Resulta imposible construir espacios hospitalarios, cálidos, prometéicos, termotopos inmunizantes contra el virus del espíritu del capitalismo, extraviados, como estamos, en la obstinación de formar estudiantes casi exclusivamente para el ególatra éxito mercantil.
Paradójicamente, la crisis que observa Franciscus en la formación, en el cuidado del ser del hombre, en el sistema educativo del mundo, es muy parecida a la que Zartatustra, el profeta del superhombre, descubre en los humanos de fines del siglo XIX. Después de algunos años viviendo en el más sosegado apartamiento, en soledad, Zaratustra, el visionario de la filosofía del devenir, bajó de las montañas a tierra firme. Acicateado por la curiosidad de saber lo que había ocurrido con el ser humano en ese lapso, si había crecido, o, si, por el contrario, se había vuelto más pequeño, se aproximó lentamente a una colonia de casas que apareció en el horizonte. Se preguntó entonces ante el espectáculo que se abrió a su mirada: “qué significan esas casas…¿Las sacó un niño idiota de su caja de juguetes? ¡Ojalá otro niño vuelva a meterlas en su caja!…¡Todo se ha vuelto más pequeño!”
Lo que Zaratustra descubre son casas con ventanas y puertas más diminutas, en donde seres de su especie tienen que agacharse para entrar, para caber por esos ridículos resquicios. Por eso concluye que “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre”, es un pensamiento para superar al ser humano como sujeto de sujetos de la filosofía de la historia. Zaratustra nos propone superar ese ingenuo antropocentrismo, que, por todos los rumbos y tiempos del universo, nos prodiga catastróficas y abundantes pruebas del enfermo poder destructor que el ser humano tiene sobre la naturaleza, la historia y el todo. Que si algo bueno hubiera de nacer entre nosotros, los humanos, con tantos siglos de historia ya sería tiempo de cosechar algunos frutos.
La idiotez del ser humano se retrata nítidamente cuando el último hombre rechaza indignado el evangelio del superhombre de Zaratustra. Enamorado y orgulloso como está de su propia estupidez fatal no tiene ojos para ver ni oídos para escuchar las palabras del profeta Zaratustra. Y así como la multitud aclamó y salvó la vida de Barrabás, el famoso preso acusado de “…sedición que había ocurrido en la ciudad, y por asesinato” y, al mismo tiempo, condenó a la cruxificción la vida del mesías, del ungido por dios para salvar al pueblo judío de la esclavitud extranjera, así la multitud de fines del siglo XIX aclama al hombre, al nibelungo wagneriano, que renunció al sentimiento del amor para apoderarse del oro del Rin: el hombre más despreciable.
Nada puede esperarse del tronco torcido de la humanidad, piensa Nietzsche, mientras no se supere a la más vil de las criaturas en el más inhóspito de los siglos, en tanto no aparezca el superhombre en el horizonte histórico. Hace una pausa para preguntarse por la prehistoria del bien y del mal (nobles y esclavos). “¿En qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiesta la plenitud, la fuerza, la voluntad de vida, su valor, su confianza, su futuro?”
Más allá del origen de tales valores, lo que el pensador de Sils María pone en la escena filosófica es el cuestionamiento sobre el valor de la moral. Y con escepticismo profundo se enfrenta a su maestro Schopenhauer con la intención de deconstruir los valores que aquel abraza, porque son negadores de la vida, representan la aniquilación de la voluntad de poder. Le parece que la práctica, el ejercicio, la antropotecnia cristiana sustentada en los valores ascético-patológicos, es el comienzo de la decadencia de la humanidad hacia la nada, más aún, es el camino lógico hacia la era del nihilismo.
El holocausto nazi del siglo XX confirmó con sombría certeza la profecía nietzscheana. El hombre más despreciable, iluminado por un racismo igualmente patológico, escenificó el teatro de la crueldad sobre Europa, para humillar la soberbia ilustrada, la fe en nuestras capacidades cognitivas, en las posibilidades verdaderas de la educación y la cultura, para recordarnos cuán próximos estamos del animal y cuan lejos del superhombre. Los judíos levantaban los ojos al cielo buscando, implorando misericordia a su dios y solo encontraron el eco del Shum Davar (la nada). ¿Quién podría después de Auschwitz levantar la cara para ofrecernos, con fundamentos filosóficos e históricos razonables, un programa político de liberación inspirado por cualquiera de los humanismos…?
La llave maestra de los humanismos, de izquierdas y derechas, es la idea de que el conocimiento aleja del vicio, de la oscuridad, abre el sendero a una vida virtuosa que, al final, sin importar las adversidades del universo, abre las iluminadas puertas de la felicidad. El terror, la barabarie, la falta de lenguaje para nombrar la tragedia propiciada por un discurso de superioridad racial en el que fueron asesinados 6 millones de seres humanos está ahí, como registro histórico, para exhibir cuán vanas pueden ser todas las ideas de grandeza humana.
El siervo de los siervos de Dios comparte la mitad del pensamiento de Zaratustra, pues para ambos los seres humanos que habitamos el planeta somos cada vez más limitados. Las máquinas, las prótesis biónicas, la edición genética, la nanotecnología molecular, humillan a diario el narcisismo antropológico que pensaba, primero, en la cúspide de la embriaguez, que la tierra era el centro del sistema solar y fue despertado del sueño por Copérnico, no la tierra, el sol es el centro del universo. También cayó en la tentación de sentirse descendiente de los dioses, pero apareció Darwin para ponerlo en su lugar, junto a los monos. La razón de los humanos fue elevada a quinta esencia salvífica del género humano, la conciencia autónoma (de clase) nos hará libres y apareció un judío, Sigmund Freud, para develarnos que buena parte de las acciones cotidianas, por no decir la mayoría, están orientadas por nuestro oscuro y misterioso subconsciente. La ciencia contemporánea, como la sociobiología, llega al extremo de asegurar que nuestros genes están estampados con el lenguaje del egoísmo, por lo que los propósitos altos, nobles y lúcidos de los humanismos, todos inútiles, formarían parte de la prehistoria del pensamiento social.
El Pastor Universal no puede, no debe, llevar la crisis antropológica hasta la terrible muerte de Dios a que la lleva el pensamiento omnidestructor de Friedrich Nietzsche. Mucho menos podría aceptar que el credo católico ha sido la expresión histórica de la moral de la oveja –como escribió Nietzsche. No obstante, el tono desesperanzado, crítico, contra las promesas de bienestar del capitalismo global, por momentos logra hacerlos compañeros de ruta. Nietzsche y Francisco apuntan hacia el ocaso de una civilización dominada por una suerte de homúnculos que conducen el carro de la historia de la humanidad con la misma mala fortuna, con la misma soberbia estupidez, con la que Faetón incendió el cielo y la tierra al perder el control del carro de Helios (Sol), su padre.
El pensamiento del Vicario de Cristo, o, mejor, su indignación, es una denuncia urbi et orbi del monstruoso desarrollo a que nos conduce el espíritu del capitalismo y el dominio de la técnica sobre el ser del hombre. Como tantos otros pensadores han denunciado con inteligencia desde el siglo XVIII, el ser humano vive bajo el capitalismo como un autómata, como parte insignificante apenas del engranaje planetario de la técnica, –cuya verdad cosificada es la que se prioriza en todos los sistemas educativos del mundo.
Pienso en Carlos Marx, el ser humano enajenado de la relación natural con el trabajo, reducido a mercancía, a parte orgánica de la máquina, a capital variable y a ejército industrial de reserva. Franciscus escribe unas líneas que bien pudieran ser un colofón ideal para el Manifiesto del Partido Comunista de Carlos Marx: “Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata” (Parágrafo 53 de la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium 24 de noviembre 2013).
Kafka pensó en el dominio metafísico de la técnica sobre el ser humano y lo imaginó en la novela La Metamorfosis (1912) como Gregorio Samsa, un joven y rutinario trabajador que una mañana, al despertar, se mira convertido en un monstruoso insecto. La tragedia que evoca el Obispo de la Iglesia católica habla de la vida impropia de Martin Heidegger y del Homo Sacer de Giorgio Agamben, el ser humano incluido-excluido, es decir, abandonado a su propia suerte. Lo que nombra es una trama en la que los descartados ya ni siquiera son explotados, porque ahora son “desechos”.
Con una mirada muy próxima a la del filósofo Zygmunt Bauman, el Papa Franciscus escribe que los humanos modernos hemos devenido bienes de consumo y vivimos “la economía del descarte”. Descree profundamente de la economía del mercado como garante de la equidad y la justicia social, pues la considera “…una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante.” La historia económica del mundo, piensa, deconstruye por todas partes las falacias del discurso de la justicia del mercado, de la mano invisible del neoliberalismo.
Para el Pastor Universal nuestro tiempo está signado por la hybris, por la dominante y desmesurada cultura del éxito: el impulso antifraternal por excelencia. Es una cultura sitiada por el narcisismo, “…por una verdadera adoración del ego, en cuyas aras se sacrifica todo, incluyendo los afectos más queridos.”
La mentirosa ética del sí se puede, “si te esfuerzas todo se puede alcanzar”, lugar común de la clase política norteamericana, conduce a la desinhibición más salvaje de la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza, a la ciega voluntad de poder, al sentimiento narcisista de sentir que merezco, por mí mismo, “gracias a mi esfuerzo”, la privilegiada posición económica y social que disfruto; es decir, que no necesité de nadie en el pasado y no necesito de nadie en el presente, ni lo haré en el futuro, para preservar esa forma “exitosa” de vida. Es un proyecto moral en el que el sentido de comunidad, del bien común, del destino como humanidad, se olvida y termina por desaparecer para situar en el centro del templo la soberbia individual.
Y los sistemas educativos se encuentran bajo el dominio de ese pragmatismo, incluida la meritocracia, que hace mucho tiempo olvidó y expulsó del curriculum el sentido del bien común. Es la soberbia profundamente individualista de la educación, organizada casi exculsivamente para satisfacer las necesidades del sistema económico global, la que envenena de muerte la formación de los seres humanos.
El cultivo de la egolatría es el centro del curriculum escolar y ese sentimiento de superioridad produce polarizaciones, fracturas, en todos los niveles de la acción educativa, escribe Francisco, lo mismo entre pueblos y culturas diferentes que entre los más ricos y los más pobres. Una brecha que se abrió criminalmente durante el periodo neoliberal, porque fue la voluntad incondicionada de poder de las clases económicas y políticas la que se desplegó, sin fronteras, amenazando la vida humana y los recursos del planeta. El Papa rechaza con energía cercana a la indignación ese horizonte histórico: “Nuestro futuro no puede ser la división, el empobrecimiento de las facultades de pensamiento y de imaginación…Hoy en día se necesita una etapa renovada de compromiso educativo, que involucre a todos los componentes de la sociedad.”
El Patriarca Universal encuentra en la idolatría del yo la esencia del mal. El enemigo que es necesario tener presente y combatir para regresar al sentido original de la educación, para instaurar la belleza del pensar solidario en las aulas, para comprender que estamos juntos en la búsqueda de un mejor destino. El nuevo humanismo que el sucesor de Pedro nos invita a pactar es una suerte de contrato que reconoce en el cultivo del sentimiento de fraternidad el primer fundamento filosófico para superar la crisis antropológica, civilizatoria, a la que nos condujo el capitalismo voraz, la fe ciega en la economía de mercado. Una confianza ingenua que ignora el triunfo de la razón cínica sobre las comunidades escolares, pues se cultiva como edificante la cultura del descarte sin estar conscientes, bien a bien, de que ocurre la normalización de un estado de excepción.
El nuevo pacto educativo global nos “…invita a todos a colaborar en el cuidado de nuestra casa común, afrontando juntos los desafíos que nos interpelan. Después de algunos años, renuevo la invitación para dialogar sobre el modo en que estamos construyendo el futuro del planeta y sobre la necesidad de invertir los talentos de todos, porque cada cambio requiere un camino educativo que haga madurar una nueva solidaridad universal y una sociedad más acogedora.”
PD: La Nueva Escuela Mexicana, cualquier cosa que sea, debería escuchar con atención, sin dogmas, el ideario de Franciscus, pues las ideas de solidaridad y fraternidad con los pobres, podrían ser convergentes con la idea de justicia social y equidad educativa de la denominada Cuarta Transformación.