Una confusión recorre el mundo educativo: no se distingue entre el mérito y el logro, entre el esfuerzo realizado y el alcance obtenido. Son dos cuestiones distintas que, al empalmarse, mitifican una palabra y oscurecen los procesos. Se festeja que ya sea indudable, en nuestra comprensión de las cosas, actuar y decidir conforme los mecanismos y valores, incontrovertibles y transparentes, de la meritocracia. Se ha dicho que un gran logro de la reforma educativa de este sexenio es que se ha pasado de un sistema de asignación de puestos docentes que derivaba de prácticas corruptas —pactadas siempre entre el sindicato y las autoridades, lo que no se reconoce— a otro, caracterizado por la designación de las plazas a ocupar de acuerdo con el mérito individual.
De esto se deriva que cualquier reserva en torno a las modalidades de evaluación que han decidido las autoridades en estos años sea descalificada (sin ponderar su valor) pues, se arma, quien cuestione la validez de lo que se ha realizado está a favor de la venta o herencia de plazas, o a cambio de la sumisión política del magisterio a dirigencias sindicales o burocracias. Blanco y negro: aceptas el mérito o defiendes el delito. El dilema es falso. Podrá ser la aspiración de algunos grupos políticos y sindicales, pero en muchos casos, frente a cuestionamientos sin intereses por lucrar con esos malos usos y peores costumbres, es un recurso retórico para no afrontar el tema.
El discurso del mérito goza de cabal salud. “Ahora, el mejor profesor o profesora elige la mejor plaza por los resultados de su esfuerzo”. Lo dice el presidente, los gerentes del despacho educativo que ha nombrado, y buena parte de los interesados en el asunto de la educación. A mayor mérito, mejores condiciones de trabajo. No se advierte la confusión, y tiene consecuencias. Pongamos por caso a una docente que trabaja en una comunidad rural con niveles de marginación altos. Sus alumnos provienen de familias en que son los primeros que terminarán la primaria o la secundaria. La escuela tiene muchas carencias y el contexto no es proclive ni apoya el aprendizaje. Digamos que recibe a sus estudiantes con una base estimada de 3 puntos en alguna escala, y con esfuerzo, creatividad y trabajo extra, que se traduce en la complicidad de los niños y el apoyo de sus padres, consigue que al terminar tengan 7. Comparemos ese caso con el de un profesor que atiende, en la ciudad, a un grupo cuyos padres, en general, terminaron una licenciatura.
La escuela cuenta con todos los recursos y la nota de inicio de los alumnos es de 7. Merced a su trabajo, el origen y contexto familiar de los muchachos, y sin el impacto de la marginación, al nal de curso sus estudiantes llegan a 9 puntos en la misma escala. El logro favorece al segundo: la media de su grupo es 9 contra 7. Mas el esfuerzo de la primera, dadas las condiciones de partida, es mayor: avanzan sus pupilos 4 puntos, mientras que su compañero consigue un incremento de 2. En una república basada en el mérito visto por la nota que se consigue, se dirá que el segundo, con mayor logro, es mejor, muy destacado, mientras la primera se clasificaría como apenas suficiente o satisfactoria. Si se observara lo meritorio como el esfuerzo que implica avanzar tomando en cuenta las circunstancias, la maestra rural es, al menos, tan destacada como su colega citadino, o más.
Medir el logro, aunque sea de mala manera —con exámenes de dudosa calidad— es más sencillo que ponderar el esfuerzo diferencial: implica sistemas de observación del trabajo y el contexto mucho más nos y sensibles. No hay tiempo: mejor pongamos al logro como equivalente del mérito y, con base en ello, distribuyamos prestigios y recursos. Las consecuencias no son menores. Es preciso debatir sobre este entuerto. Y pronto