Miguel Ángel Rodríguez
Hace una par de semanas me invitaron a charlar con un nutrido grupo de profesoras y profesores de educación básica de Huauchinango, Izúcar de Matamoros y San Martín Texmelucan, Puebla. Las charlas fueron parte de la inauguración del Programa Nacional de Convivencia Escolar (PNCE) que pretende “…promover la intervención pedagógica en las aulas y escuelas, de carácter formativo y preventivo con apoyo de materiales educativos, orientada a que las/os alumnas/os reconozcan su propia valía; aprendan a respetarse a sí mismos y a los demás; a expresar y regular sus emociones; a establecer acuerdos y reglas, así como a manejar y resolver conflictos de manera asertiva.”
En fin, preparé un par de exposiciones, una sobre la educación básica como derecho social fundamental y otra sobre qué son los valores en el tiempo, para las diferentes culturas, en un mundo globalizado, con un presidente norteamericano que proclama la supremacía biológica de los blancos, los White Anglo-Saxon Protestant (WASP) e infecta de miedo, ira, culpa (que se atribuye a los otros) y envidia a la sociedad estadounidense –lo dice Martha C. Nussbaum.
Tenía sentido, pues muchos poblanos de esas regiones tienen familiares viviendo, desde hace mucho tiempo, en Estados Unidos y algunos sintieron en carne viva, incluso, el estigma del inmigrante en tierras más allá del Río Bravo.
Sin la pretensión de ser alarmista, con la celebrada filósofa de la justicia poética, con Nussbaum, me pregunto aquí, después de mis charlas, si algunos de esos sentimientos del ser humano, que retratan nuestra vulnerabilidad, se encuentran presentes en la vida pública nacional y de qué manera pueden afectar la consolidación de un proyecto democrático de nación. Me refiero con énfasis a la particularidad histórica del gremio: ¿cuál es el sentimiento, la emoción que prevalece, traspasa la epidermis y se instala como conciencia de finitud, en este momento, en una buena parte del magisterio nacional…?
Quiero hablar, siguiendo a Nusbbaum, de La monarquía del miedo, de la ira que cobija y alimenta secretamente, de la manipulación que los poderes fácticos y los poderes públicos pueden hacer, ¿están haciendo?, de tales emociones entre la ciudadanía de nuestras sociedades globalizadas. Es la ira que nace del miedo permanente a una muerte violenta, de la impotencia frente a la impunidad, de no encontrar responsables y, en consecuencia, de culpabilizarnos todos, unos a otros, sin mejores resultados que la ruptura de los lazos de fraternidad.
Siempre resulta refrescante sentir la presencia, los estados emotivos, las disposiciones afectivas que despliegan los profesores y las profesoras de México antes de decidir, frecuentemente en escenarios escolares adversos, como el de la violencia, ¿qué hacer…? ¿qué fundamentos pedagógicos elegir para la formación, para la educación de los seres humanos, ahí, en las aulas…?
Son los protagonistas del proceso educativo, son las fuentes originarias del cuidado del ser humano. Mucho tiempo estuve ciego para intuirlo, para comprenderlo. Y era lo más próximo, lo más cercano.
Expuse un esbozo histórico de los derechos humanos hasta el momento de concebir a la educación como uno de los cuatro derechos sociales fundamentales, como un derecho que es la base, el impulso anímico para conquistar otros derechos, una condición sine qua non para abrir otras, mejores posibilidades de habitar el mundo –todo sazonado con alguna dosis risueña de escepticismo, de realismo pesimista propio de la edad.
Hablé del Estado legislativo de derecho y del Estado constitucional de derecho, de la impostergable necesidad de hacer efectivos, para que sean válidos, los derechos de las niñas y niños de México a una mejor educación, que incluye el derecho a tener escuelas completas, con infraestructura suficientemente satisfactoria para potenciar las capacidades y habilidades de las profesoras, profesores y estudiantes, particularmente en las comunidades indígenas. Es ahí donde la inequidad social clava sus garras desde la Colonia.
No es una novedad, en muchas regiones indígenas aún pervive el Estado paleoliberal, el de “la indiferencia jurídica de las diferencias”, a cuya organización estatal no le interesa garantizar la existencia de las diferencias y, en el mejor de los casos, son incluidas solo en calidad de excluidas. Son espacios en los que la organización estatal revela sobredosis seculares de xenofobia (rechazo a los extranjeros) y aporofobia (rechazo a los pobres –lo llama Adela Cortina).
Las cifras del INEE son devastadoras, pues el escenario que nos presentan de los pueblos indígenas originarios ilustran muy vivamente, o, mejor dicho, con una luz mortecina, las tristes condiciones de existencia de los estudiantes y la deficiente infraestructura de las escuelas indígenas de México.
Al terminar las respectivas exposiciones se abrió una pequeña ronda de preguntas y respuestas. Esperaba poner sobre la mesa que Puebla es uno de los estados con mayores índices de discriminación, creo que si lo dije, no me acuerdo bien, en todo caso llevaba indicadores actualizados…pero los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía, porque el magisterio tenía su propia agenda y, sin cortapisas, la extendió sobre la mesa.
Había una constante en las tres ciudades y era la memoria reciente del Colegio Cervantes de Torreón, Coahuila, la del asesinato de una maestra a manos de uno de sus alumnos de once años de edad, quien, a sangre fría, casi a quemarropa, disparó sobre ella y, después, en el delirio del juego, descargó el arma inclemente contra otro profesor y cinco estudiantes que estaban en el patio, antes de voltear la pistola homicida hacia sí mismo, antes de suicidarse. Replicaba, al parecer, la masacre perpetrada por dos estudiantes de la secundaria de Columbine, en Colorado, en Estados Unidos, la tragedia más grande que registra la historia de la educación secundaria en aquel país.
Vinieron, pues, los cuestionamientos. Elegí para ilustrar mi propósito los dos siguientes:
Maestra de Izúcar: ¿Qué nos recomienda usted, qué hacer frente a la amenaza de que se repita la tragedia del Colegio Miguel de Cervantes de Torreón, Coahuila…?, ¿Se debe regresar al plan de mochila sana y segura?
Maestra de San Martín: Si ya se canceló el programa operativo mochila segura, ¿quién nos va garantizar que mañana, dios no lo quiera, se presente una situación similar…?
Las interrogantes hicieron que el auditorio se removiera inquieto, nervioso, sobre sus asientos, un rumor fue subiendo de tono hasta convertirse en coro cuando las profesoras soltaron como oscuros enigmas sus preguntas. Me quedé paralizado, podía responder, con datos estadísticos e información de política educativa comparada, por el estado de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales, pero nunca me preparé para responder la pregunta crucial: la pregunta por el derecho a la vida.
Eran cuestionamientos sobre los fundamentos del pacto social en México, sobre la validez y legitimidad del contrato social, porque el miedo, según recuerdo de Thomas Hobbes, es el origen que posibilita saltar del Estado de Naturaleza al Estado civil, pero no cualquier miedo sino el miedo a una muerte violenta, ahí reside el secreto del pacto de sujeción y de la primera forma del Estado moderno. El pueblo cede parte de sus libertades al poder soberano, para que lo libre de una muerte violenta. ¿Qué pasa cuando el Estado no garantiza ese derecho efectivamente…?
Lo que los docentes estaban desocultando era una disposición afectiva, un estado emotivo primario, de conservación y afirmación de la vida, de incertidumbre frente a la ausencia de un Estado, no parecían tener la certeza de que el Rey de los soberbios, el Leviatán, pudiera someter a las fuerzas del mal. El desasosiego de las profesoras y profesores era la expresión del miedo al que están diariamente sometidas las escuelas y las aulas -el sistema educativo en su totalidad-, pues viven temerosas por la alta probabilidad de ser víctimas de la violencia impune.
El tema que ellas estaban introduciendo era la cúspide del derecho internacional: el derecho a una vida digna.
Una vez que me repuse del sorpresivo giro que tomaron las circunstancias traté de responder que el derecho a la intimidad personal y familiar se considera inalienable, intransferible e imprescriptible, que es un principio sagrado de los filósofos liberales, pues está relacionado con la protección a la dignidad de los seres humanos. La conquista del derecho a la intimidad –continué- nos había llevado muchos siglos, tuvieron que pasar muchas inquisiciones, muchos tribunales de la fe y muchos crímenes de odio para su coronación como principio fundamental de las libertades y derechos humanos.
En esa intimidad se incuba la semilla de la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de crítica. Y concluí que por todo ello no podíamos olvidar, abandonar, el derecho a la intimidad de los estudiantes.
En suma, que no me parecía una buena política escolar atentar contra la intimidad que, como la correspondencia, atesoran las mochilas del estudiantado. Que equivaldría a invertir el principio básico del derecho que reza que “todos somos inocentes hasta que no se demuestre lo contrario” por el de “todos somos culpables mientras no se demuestre la inocencia”.
Les comenté que en la intimidad de la casa, quizá, las madres y los padres de familia pudieran revisar las mochilas de los menores de edad antes de que fuesen a la escuela. Sentí que mis argumentos racionales y razonables resultaban muy endebles, débiles para calmar las acusadas expresiones de temor.
A regañadientes, podría decirse, las profesoras y profesores aceptaron mis argumentos, reconocían la lógica y el contenido, pero mis razones no calmaban sus miedos, sus enojos, sus malestares contra el sistema, contra el escenario de violencia impune que impera en sus regiones.
Pude sentir el miedo a una muerte violenta en las escuelas, flotando, intoxicando el ambiente. En ese contexto un profesor de Izúcar de Matamoros, un maestro mayor que no vio más que viento en mis palabras, demagogia –debe haber pensado-, tomó decidido la palabra para fijar su posición. Era un tono enérgico, mostraba un sentimiento de enojo contenido, porque su voz lindaba con el grito cuando me dijo que mi manera de pensar era muy irresponsable, porque los dejaba inermes a ellos, a los profesores. Pude percibir que yo era la representación, en ese momento, de la ausencia de responsables de la probabilidad de la violencia escolar en las escuelas. Volví a pensar con Nussbaum que el miedo socava la fraternidad de la vida escolar.
Y es que el miedo extremo nos conduce a dar palos de ciego, buscamos y no encontramos quiénes son, bien a bien, los responsables de la descomposición social por la que atraviesa México. En el sistema educativo ocurre lo mismo cuando se habla de la catástrofe estridente, los medios suelen arremeter contra la dignidad del magisterio de manera infame, los padres y madres de familia se levantan igual contra las autoridades educativas que contra los maestros. Mientras el magisterio responsabiliza a los padres y a los directivos, los sindicatos de maestros responsabilizan a las autoridades educativas y, desde luego, la acusación tiene un oscuro camino de regreso.
En esa confusión de responsabilidades y culpabilidades no es extraño que el sentimiento de impotencia aflore en el magisterio, que el miedo a la muerte violenta sea el impulso anímico sobre el cual se monte el enojo y la ira, porque aunque queremos intervenir, participar para transformar los escenarios, no encontramos el camino, no sabemos cómo hacerlo efectivamente.
Es una ira que nace del sentimiento de la propia vulnerabilidad, del desmoronamiento de las instituciones de justicia. Los griegos y los romanos, nos recuerda Nussbaum, consideraban a la ira como un veneno mortal contra cualquier régimen democrático y los primeros declararon un guerra cultural a la ira vengativa, basta recordar las primeras líneas de la Iliada que canta la ira de Aquiles, quien termina reconciliado con su enemigo, el Rey Príamo, dejando atrás los crímenes inspirados por el deseo de venganza, por la muerte de su querido amigo Patroclo.
Y pienso que tal vez hemos reparado muy poco en la extensión que el miedo está generando en las comunidades escolares, una emoción que, combinada con la ira y la culpabilización (de los otros, los diferentes), desemboca en el asco (un pensamiento de contaminación), en los crímenes de odio, como ha sucedido contra las mujeres, indígenas, pobres, musulmanes, judíos, afrodescendientes, homosexuales, transexuales, con un largo y enlutecido etcétera.
El PNCE es un programa preventivo de la SEP que apenas comienza, y considero que es muy pronto para decir nada; no obstante, de sus contenidos se desprende que se trata de disolver o, por lo menos disminuir, el racismo y la pigmentocracia creciente de nuestras sociedades, promover la igualdad de género, el respeto a la diversidad cultural, la diversidad sexual y la aporofobia (el rechazo a los pobres).
La propuesta pedagógica es pertinente, porque incluso recurre a técnicas básicas de meditación (budista) para calmar las emociones y los sentimientos desbordados a la hora de tomar decisiones, para evitar el sufrimiento derivado de la mente de mono, de la inconciencia y disfrute del tiempo presente por estar en el tormento del tiempo pasado y el tiempo futuro.
Sin embargo, como siempre, falta ver qué opinan los grandes capitanes de empresa de la televisión y la radio comerciales de nuestro país y de Estados Unidos, pues ellos son, en la historia real, como nos enseñó Pablo Latapí Sarre, con su programación violenta, lacrimógena, banal, racista, homófoba, sensiblera, los únicos y verdaderos criadores de las políticas culturales de las emociones entre la niñez y la juventud de México y el mundo entero…