Manuel Gil Antón
“¿Puede usted venir a la junta del Comisariado Ejidal el sábado? Es que queremos que se vaya el profesor porque no trabaja bien”. Corría el año de 1977, casi la prehistoria. En un ejido del municipio de Yajalón, en Chiapas, laboraba uno de los mejores maestros rurales que he conocido y la idea de que fuese despedido me alarmó. ¿Qué estaría pasando?
Acepté. Era una comunidad tzeltal. Luego de pasar la lista de los capacitados (quienes tenían voz y voto en la asamblea) el comisario expuso el problema: “Aunque el profesor es buena persona y nunca falta, no sabe enseñar”.
La escuela estaba situada en el centro de la población, al costado de la Casa Ejidal y frente a la Ermita. Las paredes del aula y la pequeña casa del maestro eran de bahareque, que es un modo de construir los muros entretejiendo palos y cañas que se cubren con barro, y techo de lámina. Contaba con una pequeña explanada que hacía las veces de patio para recreo, ceremonias cívicas y cancha de basquetbol comunitaria en las tardes.
El argumento para considerar inadecuada la labor del profesor era: “Lleva ya dos meses y no hemos escuchado, nunca, que los niños aprendan como debe de ser”. Se referían a que, durante ese lapso, no se escuchó nunca el consabido coro de: “siete por una siete; siete por dos, catorce; siete por tres, veintiuno…” y tampoco algo parecido al cántico de “si a la ele le ponemos una a, suena la, y si a la m le ponemos otra a, y lo hacemos dos veces, dice mamá”.
Entendí: no se emitía el sonido que los pobladores esperaban como propio de la buena forma de educar. El profe Toño me había platicado, con mucho entusiasmo, que estaba trabajando la aritmética con un sistema que usa regletas, había rescatado el ábaco, y no recurría al aprendizaje de la lectura y escritura del modo tradicional. Les sugerí que pidiéramos al maestro que explicara lo que hacía, y que varias alumnas y alumnos mostraran si sabían hacer las operaciones o leer y escribir. Aceptaron con escepticismo. Costó bastante tiempo, y varias reuniones, para que advirtieran que el nuevo sistema era bueno, y hasta mejor que el de antes. No lo corrieron y siguió innovando.
Esta historia, de la que nos separan 45 años, viene a cuento porque cuando un modelo de enseñanza se modifica, no hay que perder de vista que la sociedad que rodea a la escuela, con o sin vínculos territoriales cercanos, espera de la acción educativa lo que tiene acostumbrado y, si no ocurre así, lo considera un yerro.
En la sobremesa de los domingos, un tío pregunta: “A ver, Juan: ¿cuáles son los ríos de España?” Si no hay la respuesta esperada (Guadalquivir, Guadiana, Tajo, Ebro y Duero) el dictamen es demoledor: ¡qué mal está la educación en nuestros días! “¿Capital de Dinamarca? ¿De Paraguay? Silencio. ¡Ahí tienes la catástrofe educativa!”.
Entre muchas acciones previas que se requieren emprender cuando un nuevo plan de estudios y su contenido curricular —con cambios pedagógicos y didácticos— se pretende llevar a cabo (tales como ponerlo a prueba antes de extenderlo a todo el país, revisar la formación en las Normales y generar espacios de estudio colegiados en que los y las profesoras en ejercicio lo conozcan y ponderen) hay una que se descuida: el diálogo con las familias y la sociedad interesada, paciente y claro, de ida y vuelta, que muestre las ventajas del nuevo proceder, de tal manera que no se interpreten los cambios como fallas. No es sencillo realizarlo, solo imprescindible. ¿Se estará pensando en ello en nuestros tiempos?
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
@ManuelGilAnton