El lápiz, dentro de un vaso de agua, se tuerce. Al sacarlo, se endereza; en el agua se enchueca o parece partido. ¿Varía o es nuestra mirada la que registra un cambio cuando se sumerge en el agua del vaso?
Dicen los que saben que estamos frente a la refracción de la luz, en el cambio de dirección que toman los rayos luminosos al pasar de un medio gaseoso al líquido. Al meter el lápiz al vaso, parece que se dobla o corta porque se desvían los rayos al modificar su velocidad si pasan del aire, que tiene menos partículas, al agua donde hay muchas más. Es un efecto óptico, sí, derivado del cambio en el ambiente en que está el objeto observado. Mirar, siempre, es resultado de la relación entre nuestros ojos, el asunto que vemos, y el ambiente en que se ubica. Lo mismo ocurre con la evaluación del desempeño docente. Depende del medio en que se realiza. En el espacio artificial del examen, con menos factores en juego, el resultado es uno; cuando se observa la práctica en el aula, repleta de elementos que ningún examen puede tomar en cuenta ni medir, es otro.
Hay evidencia empírica al respecto: en el XIV Congreso de Investigación Educativa, cuatro investigadores, del más alto nivel (Weiss, Dávalos, Civera y Block) expusieron los resultados de un estudio, encargado por el INEE, en que compararon la calificación obtenida por un grupo de profesores en el examen que aplica la SEP, con el desempeño docente desde la perspectiva de la práctica. Cotejaron, con base en una muestra intencional que contenía a maestros ubicados en distintas condiciones de contexto escolar, la clasificación oficial que obtuvieron con la observación y registro de lo que ocurre en el salón, a lo largo de varios días o sesiones (en el caso de secundarias), y entrevistas a profundidad.
Se trató de contrastar la mirada desde el examen, con menos factores, con la observación en el complejo medio del ejercicio docente. Exploraron la enseñanza del español, de las matemáticas y las condiciones para el trabajo docente. En la mayoría de los casos, hallaron discrepancia entre el juicio del examen y lo que se advierte en su análisis detenido: insatisfactorios que no lo son, destacados que fallan en su qué hacer cotidiano. Arman que “la habilidad para contestar bien la evaluación escrita no va necesariamente de la mano con una buena práctica de enseñanza y viceversa. Hay maestros que manejan el discurso (de la evaluación), mas no saben cómo traducirla actividades pertinentes”. Con ello, pueden conjeturar con fundamento, que “la calidad de la educación no mejorará sólo y primordialmente mediante la evaluación del desempeño docente y mejoras en ella”. Se requiere incrementar “la pertinencia de la formación inicial y continua de los docentes, de los planes y programas de estudio, los libros de texto, la gestión del sistema educativo y de las escuelas, y en la remuneración de los docentes”.
En ningún caso consideran que los profesores observados sean perfectos: todos tienen aspectos que mejorar. Lo que señalan es que el tipo de evaluación, y los resultados que califican y otorgan grados de prestigio y diferencias de ingresos, son dudosos frente a una mirada concepción social de los docentes, que afecta las relaciones con sus colegas y la comunidad escolar. El sistema de evaluación no es confiable ni valido.
¿No es suficiente este hallazgo para detener el estropicio, cuestionar la reforma y actuar en consecuencia? Está en juego persistir en el error, derivado de la confianza en procederes insensibles a los hechos, o la indispensable suspensión de examinaciones fallidas. Contra los hechos, se desmoronan los argumentos. No “cualquiera puede enseñar”. No.