La división de poderes en el gobierno, fruto maduro de la Ilustración y aspiración de las nuevas repúblicas nacidas en el siglo XIX, contempló la importancia de evitar la concentración de decisiones en un solo ámbito, para así mejor servir a la soberanía del pueblo.
No basta un Poder Ejecutivo. Aunque reciba una abrumadora mayoría en los sufragios, en la auténtica democracia su mandato ha de ser, por naturaleza, acotado a la ley, temporal y revocable. El Poder Legislativo y el Judicial tienen que servir de contrapesos y complemento a ese Ejecutivo, para que no avasalle aunque sea un gobierno que representa al pueblo; o más precisamente, para representarlo de verdad y para servirlo y no servirse de él.
Por ello resulta preocupante que se dé –como ha ocurrido en las últimas semanas– el tipo de comunicaciones y proyectos legislativos que plantean la eliminación del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), la pérdida de su autonomía o su transformación en un instrumento subordinado a la Secretaría de Educación federal, como si ello fuese solución a la necesaria y urgente formación y fortalecimiento de los docentes.
Querer hacer del INEE el chivo expiatorio del disgusto docente, azuzado además por el desafecto de algunos académicos que olvidan el rigor. Desde Mexicanos Primero somos críticos de su actuar específico, pero rechazamos el prejuicio y la generalización que confunde al respecto del INEE. La extinción o subordinación del Instituto no va a traer como resultado un fortalecimiento de la profesión docente.
El Instituto dedica sólo el diez por ciento de su presupuesto y personal a la evaluación de desempeño, mientras que el otro noventa es para la variedad de funciones que incluye la animación de un sistema federal de instancias de evaluación, la difusión a la sociedad y la revisión de los compromisos en materia educativa que hace cada administración federal. Perder esa riqueza y objetividad, haciendo del Instituto el prisionero en sambenito al que se quiere quemar en la hoguera, en lugar de reconocer y trabajar en todo lo que se debe cambiar para favorecer una profesión docente digna, es un error.
Podemos y debemos exigirle mejores frutos al INEE; pero romper el instrumento que nos permite monitorear el avance de un derecho fundamental sería un retroceso, para la educación y para la democracia.