Con su actuación, día con día, los maestros construyen el México del futuro. Su trabajo, muchas veces heroico, se realiza en soledad y nunca recibe el reconocimiento que merece. El maestro actúa dentro de un sistema escolar de dimensiones gigantescas, desarrolla su labor en lugares remotos, lejos de la autoridad educativa, lejos del sindicato y lejos de la mirada pública.
El maestro es un héroe anónimo que, por añadidura, tiene a su cargo la tarea más difícil: educar, dirigir la formación de niños y jóvenes. Cada alumno es un ser humano y el ser humano es una realidad inconmensurable: es animal, es espíritu, es razón, es emoción, es individuo, es sociedad, es herencia, es cultura, es una totalidad infinita ante la cual, invariablemente, quedamos perplejos.
Sabemos, sin embargo, que formar no consiste sólo en transmitir conocimientos, sino impulsar el desarrollo íntegro de la persona. La labor del maestro es, por lo mismo, una labor titánica. Su trabajo no exige sólo el uso de tal o cual facultad; no, el buen maestro, en su trabajo, pone en juego, diariamente, toda su personalidad. La enseñanza es una profesión que exige entregar la vida entera. Pero es, reconozcámoslo, una de las más gratificantes, por una sencilla razón: está mediada siempre por el vínculo emocional, amoroso y sentimental con el alumno. En realidad, no hay nada más maravilloso que educar a un niño.
El buen maestro debe ser un gran observador de la naturaleza humana: cada alumno es un enigma que el profesor debe descifrar. ¿Quién es este niño? ¿De qué medio social proviene? ¿Cuál es su estado emocional? ¿Le gusta el estudio? ¿Qué vivencias tiene en su familia? ¿Sufre alguna carencia o discapacidad? Pero, sobre todo: ¿Qué sabe y qué no sabe?
El niño entero, con sus conocimientos, valores, hábitos, con sus emociones es la materia prima sobre la cual el maestro debe trabajar. Su tarea: humanizar, civilizar. Por desgracia, el maestro de escuela no educa sólo a un alumno. Se enfrenta todos los días a un grupo de dimensión variable. ¿Cuánto pueden ser? ¿20? ¿30? ¿Más? ¿Cómo guiar la educación de cada niño bajo esta condición grupal?
Enseñar a un grupo es el mayor desafío de la profesión y exige, desde luego, una acción inteligente de parte del maestro.
Se necesita comenzar por un plan, por una estrategia, una lógica que conduzca la actuación del profesor frente al colectivo.
Un buen maestro debe ser un líder, por eso se espera de él que posea habilidades lingüísticas y retóricas que aseguren una comunicación óptima con sus alumnos.
El liderazgo docente no se centra en su persona, es un liderazgo que funciona con la participación constante de otros, los alumnos.
Un buen docente nunca pierde de vista los fines últimos de su misión: formar ciudadanos para la democracia y darles capacidades que les permitirán desempeñarse ulteriormente como trabajadores productivos. En un sentido amplio: formar seres humanos completos. Pero tampoco el maestro pierde de vista el perfil de egreso que corresponde al nivel educativo en el que enseña y los objetivos específicos que se propone alcanzar en cada lección. Por ejemplo, el maestro de Biología de secundaria puede decir: “Este día mis alumnos deben aprender el concepto de Evolución”.
La conciencia del significado social de su trabajo eleva su autoestima y lo estimula. Pero el momento culminante, estelar, de la enseñanza es el de la práctica, cuando el maestro, de pie frente al grupo, comienza a hablar e inicia su clase. Momento crucial. En ese episodio el profesor enfrentará imponderables infinitos y, para resolverlos, debe acudir a toda su experiencia. Avanzará en medio de dudas: ¿Estaré explicando bien? ¿Me siguen?